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Tradiciones peruanas

Ricardo Palma



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Segunda serie

Los caballeros de la capa. - Una carta de Indias. - La muerte del factor. - Las orejas del alcalde. - Un pronóstico cumplido. - El Peje chico. - La monja de la llave. - Las querellas de Santo Toribio. - Los malditos. - El virrey de los milagros. - El tamborcito del pirata. - Los duendes del Cuzco. - De potencia a potencia. - Los polvos de la condesa. - Una vida por una honra. - El encapuchado. - Un virrey hereje y un campanero bellaco. - La desolación de Castro-Virreyna. - El justicia mayor de Laycacota. - Beba, padre, que le da la vida. - Racimo de horca. - La emplazada. - Cortar el revesino. - Amor de madre. - Un proceso contra Dios. - La fundación de Santa Liberata. - Muerte en vida. - Pepe Bandos. - Lucas el Sacrílego. - Un virrey y un arzobispo. - Rudamente, pulidamente, mañosamente. - El resucitado. - El corregidor de Tinta. -La gatita de Mari-Ramos, que halaga con la cola y araña con las manos. - Pancho Sales el Verdugo. - ¡A la cárcel todo Cristo! - Nadie se muere hasta que Dios quiere. - El virrey de la adivinanza. - ¡Buenalaya de fraile! - Con días y ollas venceremos. - El fraile y la monja del Callao.



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Carta tónico-biliosa a una amiga

                                                                                                Espíritu de otros días,
en nuevas ropas envuelto,
más que la imagen de un vivo
soy la realidad de un muerto.
         ANTONIO HURTADO.
                                                    Leyendo mis tradiciones                                    
me dicen que te complaces.
¡Gracias! ¡Gracias! Pues tal haces
a ti van estos renglones.
 
   Charlemos en puridad
un momento:-oye con calma-
dar quiero expansión al alma
en tu sincera amistad.
 
   ¿Temes que exhale en sombrías
endechas el alma toda?
¡No! Ya pasaron de moda
los trhenos de Jeremías.
 
   Eso quede a los poetas
sandios, entecos, noveles,
que andan poniendo en carteles
sus angustias más secretas;
 
   Y todo ello en realidad
es como el zumbar de un tábano,
y de sus ayes un rábano
se lo da a la humanidad.
 
   ¡Pues fuera grano de anís
que ostentando duelo y llanto,
en imitar diese a tanto
poeta chisgarabís!
 
   Arca santa el corazón
sea de los sufrimientos:
darlos a los cuatro vientos
es una profanación.
 
   Tú sabes bien que el dolor,
si es verdadero y profundo,
ha de esconderse ante el mundo
con cierto noble rubor.
 
   ¡Tú que la cruz arrastrando
vas de un padecer tremendo,
con los labios sonriendo,
con el corazón llorando!
 
   ¿Por qué escribo estas leyendas?
¿Por qué de siglos difuntos
dan a mi péñola asuntos
las consejas estupendas?
 
   La razón voite a decir.
Es mi libro, bien mirado,
lecciones que da el pasado
al presente y porvenir.
 
   Vanidoso desahogo
encontrará un zoilo en esto
y murmurará indigesto:
-¿quién lo ha hecho a usted pedagogo?
 
   No se queme las pestañas
descifrando mamotretos
sobre tiempos y sujetos
que alcanzó Mari-Castañas.
 
   Deje usted seguir la gresca,
que la humanidad bendita
ya es bastante talludita
y sabe lo que se pesca.
 
   Razona así el egoísmo
del siglo razonador,
y así vamos por vapor
y en línea recta al abismo.
 
   Fe y sapiencia nombres vanos,
como hogaño, no eran antes:
hoy presumen de gigantes
hasta los tristes enanos.
 
   Hoy ya no inspira entusiasmo
lo serio, sino el can-can,
y en leal consorcio van
la duda con el sarcasmo.
 
   Hoy es el mercantilismo
la vida del pensamiento;
es Dios el tanto por ciento
y es su altar el egoísmo.
 
   ¡Son nuestros tiempos fatales!
Por eso, por eso vivo
hecho un ambulante archivo
de historias tradicionales.
 
   Y a veces tanto, en verdad,
me identifico con ellas,
que hallar en mí pienso huellas
de que viví en otra edad.
 
   Y me digo, como cierto
gran poeta cuando escribo:
¿si más que ímagen de un vivo
seré realidad de un muerto?
 
   ¿Quién sabe si mal mi grado,
(todo puede suceder)
llevo escondida en mi ser
la intuición de lo pasado?
 
   Y enorgulléceme, a fe,
numerarme entre los pocos
que leen, sin hallarse locos,
libros que ya nadie lee.
 
   El presente, a mi entender,
con sus luces y progreso
es muy prosaico... por eso
pláceme más el ayer.
 
   No al cielo con alas de Ícaro
se alzaba la medianía,
que hasta el pícaro, a fe mía,
era grandemente pícaro.
 
   Y de que no siento error,
sentando concepto tal,
da prueba testimonial
Lope de Aguirre el traidor.
 
   Dirán que no es lisonjero
extasiarse en el pasado;
que es la empresa que he abarcado
propia de sepulturero;
 
   Que malgasto mis vigilias,
restaurador de esqueletos,
y a la estampa doy secretos
en mengua de las familias;
 
   Que a los héroes desentierro
y en prosa de munición,
los presento en un salón
con guantelete de hierro.
 
   ¿Qué ha de ser sino un borrico,
un animal de bellota,
quien sin ton ni son explota
los siglos del rey Perico?
 
   Dirán que no sin solapa,
y con agravio de Dios,
simpáticos hago a Los
caballeros de la capa;
 
   Que a virreyes del Perú
del negro sepulcro evoco,
para respetarlos poco
y tratarlos tú por tu;
 
   Que con fines muy nefandos,
calumniador de la historia,
sombras echo en la memoria
del ilustre Pepe Bandos;
 
   Que tal vez estando chispo
esas quimeras hilvano,
pues que trato liso y llano
al fraile y al arzobispo;
 
   Que doy escándalo grave
refiriendo el gatuperio
que condujo a un monasterio
a la Monja de la llave;
 
   Que no merece laurel,
sino palo, mucho palo,
quien ve un dulce de regalo
en Leonorcica Michel;
 
   Que allí descubro mi juego
por la idea y la palabra;
que al monte tira la cabra
y debo ser mujeriego;
 
   Que ha de arder en el infierno
por inmoral cuanto he escrito,
y que debe andar proscrito
en casa de buen gobierno;
 
   Y añadirá la traidora
chusma, que es pura invención
la sublime abnegación
de Evangelina Zamora;
 
   Que si hay pensamiento bueno
que merezca aplauso pío
en el librejo, no es mío,
sino del cercado ajeno;
 
   Que al publicar un volumen
malo, hasta leído gratis,
he querido sólo satis-
facer mi frívolo numen;
 
   Dirá la procacidad
que soy un torpe avechucho,
(que importa al crítico mucho
nuestra personalidad).
 
   Y el insulto se conjuga
en perfecto e imperfecto...
¿Hay un personal defecto?
¡Pues, señor, a la verruga!!!
 
   Razón de la sinrazón
es la personal diatriba.
¿Qué tiene que ver la giba
con los versos de Alarcón?
 
   Que mentiras y verdades
sobre tiempos que no he visto
ensarto, dirán... ¡De Cristo
dijeron barbaridades!
 
   ¿Qué mucho si me hace añicos
un crítico y si me ultraja,
siendo en la humana baraja
yo de los triunfos más chicos?
 
   ¿Y hay quien a escribir se atreve?
¡Por San Jorge! Amiga mía,
pierde la pedantería
a este siglo diez y nueve.
 
   A todos sopla la musa
de la vanidad; y todos,
hoy de vanidad beodos,
nacemos con ciencia infusa.
 
   La muchedumbre infatuada
no ve serena jamás
a los qiie, entre los demás,
se elevan media pulgada.
 
   Y en sanedrín literario
grita a aquel que sobresale:
-¡A ese! ¡A ese! ¡Dale! ¡Dale!
¡Fuera el vil! ¡Fuera el plagiario!
 
   ¡Apacígüese el belén!
¡Chico pleito, por Dios trino!
¿Es tan estrecho el camino
que por él no quepan cien?
 
   Y pues dí con el busilis
en la pregunta anterior,
y en versos de arte menor
he desfogado mi bilis;
 
   Y pues que no dejo acceso
para el crítico nefasto,
colocándome el emplasto
antes que salga el divieso;
 
   Basta de jaculatoria
y sigamos: yo, escribiendo:
tú, mis leyendas leyendo:
y aquí paz y después gloria.
 
                                  RICARDO PALMA

Lima, Mayo de 1874



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Los caballeros de la capa

Crónica de una Guerra Civil

(A don Juan de la Pezuela, conde de Cheste)

I

Quiénes eran los caballeros de la capa y el juramento que hicieron

     En la tarde del 5 de junio de 1541 hallábanse reunidos en el solar de Pedro de San Millán doce españoles, agraciados todos por el rey por sus hechos en la conquista del Perú.

     La casa que los albergaba se componía de una sala y cinco cuartos, quedando gran espacio de terreno por fabricar. Seis sillones de cuero, un escaño de roble y una mugrienta mesa pegada a la pared, formaban el mueblaje de la casa. Así la casa como el traje de los habitantes de ella pregonaban, a la legua, una de esas pobrezas que se codean con la mendicidad. Y así eran en efecto.

     Los doce hidalgos pertenecían al número de los vencidos el 6 de abril de 1538 en la batalla de las Salinas. El vencedor les había confiscado sus bienes, y gracias que les permitía respirar el aire de Lima, donde vivían de la caridad de algunos amigos. El vencedor, como era de práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su época, y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan. Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia, y eso ha sido y es la república. La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla, o como reza la copla:

                                                    «Salimos de Guate-mala                                    
y entramos en Guate-peor;
cambia el pandero de manos,
pero de sonidos, no».

o como dicen en Italia: «Librarse de los bárbaros para caer en los Babarini».

     Llamábanse los doce caballeros Pedro de San Millán, Cristóbal de Sotelo, García de Alvarado, Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Juan Rodríguez Barragán, Gómez Pérez, Diego de Hoces, Martín Carrillo, Jerónimo de Almagro y Juan Tello.

     Muy a la ligera, y por la importancia del papel que desempeñan en esta crónica, haremos el retrato histórico de cada uno de los hidalgos, empezando por el dueño de la casa. A tout seigneur tout honneur.

     Pedro de San Millán, caballero santiagués, contaba treinta y ocho años y pertenecía al número de los ciento setenta conquistadores que capturaron a Atahualpa. Al hacerse la repartición del rescate del inca, recibió ciento treinta y cinco marcos de plata y tres mil trescientas treinta onzas de oro. Leal amigo del mariscal D. Diego de Almagro, siguió la infausta bandera de éste, y cayó en la desgracia de los Pizarro, que le confiscaron su fortuna, dejándole por vía de limosna el desmantelado solar de judíos, y como quien dice: «basta para un gorrión pequeña jaula». San Millán, en sus buenos tiempos, había pecado de rumboso y gastador; era bravo, de gentil apostura y generalmente querido.

     Cristóbal de Sotelo frisaba en los cincuenta y cinco años, y como soldado que había militado en Europa, era su consejo tenido en mucho. Fue capitán de infantería en la batalla de las Salinas.

     García de Alvarado era un arrogantísimo mancebo de veintiocho años, de aire marcial, de instintos dominadores, muy ambicioso y pagado de su mérito. Tenía sus ribetes de pícaro y felón.

     Diego Méndez, de la orden de Santiago, era hermano del famoso general Rodrigo Ordóñez, que murió en la batalla de las Salinas mandando el ejército vencido. Contaba Méndez cuarenta y tres años, y más que por hombre de guerra se le estimaba por galanteador y cortesano.

     De Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego de Hoces, Gómez Pérez y Martín Carrillo, sólo nos dicen los cronistas que fueron intrépidos soldados y muy queridos de los suyos. Ninguno de ellos llegaba a los treinta y cinco años.

     Juan Tello el sevillano fue uno de los doce fundadores de Lima, siendo los otros el marqués Pizarro, el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo, el sevillano Nicolás de Ribera el Viejo, Rui Díaz, Rodrigo Mazuelas, Cristóbal de Peralta, Alonso Martín de Don Benito, Cristóbal Palomino, el salamanquino Nicolás de Ribera el Mozo y el secretario Picado. Los primeros alcaldes que tuvo el Cabildo de Lima fueron Ribera el Viejo y Juan Tello. Como se ve, el hidalgo había sido importante personaje, y en la época en que lo presentamos contaba cuarenta y seis años.

     Jerónimo de Almagro era nacido en la misma ciudad que el mariscal, y por esta circunstancia y la del apellido se llamaban primos. Tal parentesco no existía, pues D. Diego fue un pobre expósito. Jerónimo rayaba en los cuarenta años.

     La misma edad contaba Juan Rodríguez Barragán, tenido por hombre de gran audacia a la par que de mucha experiencia.

     Sabido es que, así como en nuestros días ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciese frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, tanto en el paseo y el banquete cuanto en la fiesta de iglesia. Por eso sospecho que el decreto que en 1822 dio el ministro Monteagudo prohibiendo a los españoles el uso de la capa, tuvo, para la Independencia del Perú, la misma importancia que una batalla ganada por los insurgentes. Abolida la capa, desaparecía España.

     Para colmo de miseria de nuestros doce hidalgos, entre todos ellos no había más que una capa; y cuando alguno estaba forzado a salir, los once restantes quedaban arrestados en la casa por falta de la indispensable prenda.

     Antonio Picado, el secretario del marqués D. Francisco Pizarro, o más bien dicho, su demonio de perdición, hablando un día de los hidalgos los llamó Caballeros de la capa. El mote hizo fortuna y corrió de boca en boca.

     Aquí viene a cuento una breve noticia biografía de Picado.

     Vino éste al Perú en 1534 como secretario del mariscal D. Pedro de Alvarado, el del famoso salto en México. Cuando Alvarado, pretendiendo que ciertos territorios del Norte no estaban comprendidos en la jurisdicción de la conquista señalada por el emperador a Pizarro, estuvo a punto de batirse con las fuerzas de D. Diego de Almagro, Picado vendía a éste los secretos de su jefe, y una noche, recelando que se descubriese su infamia, se fugó al campo enemigo. El mariscal envió fuerza a darle alcance, y no lográndolo, escribió a D. Diego que no entraría en arreglo alguno si antes no le entregaba la persona del desleal. El caballeroso Almagro rechazó la pretensión, salvando así la vida a un hombre que después fue tan funesto para él y para los suyos.

     D. Francisco Pizarro tomó por secretario a Picado, el que ejerció sobre el marqués una influencia fatal y decisiva. Picado era quien, dominando los arranques generosos del gobernador, lo hacía obstinarse en una política de hostilidad contra los que no tenían otro crimen que el de haber sido vencidos en la batalla de las Salinas.

     Ya por el año de 1541 sabíase de positivo que el monarca, inteligenciado de lo que pasaba en estos reinos, enviaba al licenciado don Cristóbal Vaca de Castro para residenciar al gobernador; y los almagristas, preparándose a pedir justicia por la muerte dada a D. Diego, enviaron, para recibir al comisionado de la corona y prevenir su ánimo con informes, a los capitanes Alonso Portocarrero y Juan Balsa. Pero el juez pesquisador no tenía cuándo llegar. Enfermedades y contratiempos marítimos retardaban su arribo a la ciudad de los Reyes.

     Pizarro entretanto quiso propiciarse amigos aun entre los caballeros de la capa; y envió mensajes a Sotelo, Chaves y otros, ofreciéndoles sacarlos de la menesterosa situación en que vivían. Pero, en honra de los almagristas, es oportuno consignar que no se humillaron a recibir el mendrugo de pan que se les quería arrojar.

     En tal estado las cosas, la insolencia de Picado aumentaba de día en día, y no excusaba manera de insultar a los de Chile, como eran llamados los parciales de Almagro. Irritados éstos, pusieron una noche tres cuerdas en la horca, con carteles que decían: Para Pizarro. Para Picado. Para Velázquez.

     El marqués, al saber este desacato, lejos de irritarse dijo sonriendo:

     -¡Pobres! Algún desahogo les hemos de dejar y bastante desgracia tienen para que los molestemos más. Son jugadores perdidos y hacen extremos de tales.

     Pero Picado se sintió, como su nombre, picado; y aquella tarde, que era la del 5 de junio, se vistió un jubón y una capetilla francesa, bordada con higas de plata, y montando en un soberbio caballo pasó y repasó, haciendo caracolear al animal, por las puertas de Juan de Rada, tutor del joven Almagro, y del solar de Pedro de San Millán, residencia de los doce hidalgos; llevando su provocación hasta el punto de que, cuando algunos de ellos se asomaron, les hizo un corte de manga, diciendo: «Para los de Chile», y picó espuelas al bruto.

     Los caballeros de la capa mandaron llamar inmediatamente a Juan de Rada.

     Pizarro había ofrecido al joven Almagro, que quedó huérfano a la edad de diez y nueve años, ser para él un segundo padre, y al efecto lo aposentó en palacio, pero fastidiado el mancebo de oír palabras en mengua de la memoria del mariscal y de sus amigos, se separó del marqués y se constituyó pupilo de Juan de Rada. Era éste un anciano muy animoso y respetado, pertenecía a una noble familia de Castilla, y se le tenía por hombre de gran cautela y experiencia. Habitaba en el portal de Botoneros, que así llamamos en Lima a los artesanos que en otras partes son pasamaneros, unos cuartos del que hasta hoy se conoce con el nombre de callejón de los Clérigos(1). Rada vio en la persona de Almagro el Mozo un hijo y una bandera para vengar la muerte del mariscal; y todos los de Chile, cuyo número pasaba de doscientos, si bien reconocían por caudillo al joven don Diego, miraban en Rada el llamado a dar impulso y dirección a los elementos revolucionarios.

     Rada acudió con presteza al llamamiento de los caballeros. El anciano se presentó respirando indignación por el nuevo agravio de Picado, y la junta resolvió no esperar justicia del representante que enviaba la corona; sino proceder al castigo del marqués y de su insolente secretario.

     García de Alvarado, que tenía puesta esa tarde la cara de la compañía, la arrojó al suelo, y parándose sobre ella, dijo:

     -Juremos por la salvación de nuestras ánimas morir en guarda de los derechos de Almagro el Mozo, y recortar de esta capa la mortaja para Antonio Picado.



II

De la atrevida empresa que ejecutaron los caballeros de la capa

     Las cosas no podían concertarse tan en secreto que el marqués no advirtiese que los de Chile tenían frecuentes conciliábulos, que reinaba entre ellos una agitación sorda, que compraban armas y que, cuando Rada y Almagro el Mozo salían a la calle, eran seguidos, a distancia y a guisa de escolta, por un grupo de sus parciales. Sin embargo, el marqués no dictaba providencia alguna.

     En esta inacción del gobernador recibió cartas de varios corregimientos participándole que los de Chile preparaban sin embozo un alzamiento en todo el país. Esta y otras denuncias le obligaron una mañana a hacer llamar a Juan de Rada.

     Encontró éste a Pizarro en el jardín de palacio, al pie de una higuera que aún existe; y según Herrera, en sus Décadas, medió entre ambos este diálogo:

     -¿Qué es esto, Juan de Rada, que me dicen que andáis comprando armas para matarme?

     -En verdad, señor, que he comprado dos coracinas y una cota para defenderme.

     -¿Pues qué causa os mueve ahora, más que en otro tiempo, a proveeros de armas?

     -Porque nos dicen, señor, y es público, que su señoría recoge lanzas para matarnos a todos. Acábenos ya su señoría y haga de nosotros lo que fuere servido; porque, habiendo comenzado por la cabeza, no sé yo por qué ha de tener respeto a los pies. También se dice que su señoría piensa matar el juez que viene enviado por el rey. Si su ánimo es tal y determina dar muerte a los de Chile, no lo haga con todos. Destierre su señoría a don Diego en un navío, pues es inocente, que yo me iré con él adonde la fortuna nos quisiere llevar.

     -¿Quién os ha hecho entender tan gran traición y maldad como esa? Nunca tal pensé, y más deseo tengo que vos de que acabe de llegar el juez, que ya estuviera aquí si hubiese aceptado embarcarse en el galeón que yo le envié a Panamá. En cuanto a las armas, sabed que el otro día salí de caza, y entre cuantos íbamos ninguno llevaba lanza; y mandé a mis criados que comprasen una, y ellos mercaron cuatro. ¡Plegue a Dios, Juan de Rada, que venga el juez y estas cosas hayan fin, y Dios ayude a la verdad!

     Por algo se ha dicho que del enemigo el consejo. Quizá habría Pizarro evitado su infausto fin, si como se lo indicaba el astuto Rada hubiese en el acto desterrado a Almagro.

     La plática continuó en tono amistoso, y al despedirse Rada, le obsequió Pizarro seis higos que él mismo cortó por su mano del árbol, y que eran de los primeros que se producían en Lima.

     Con esta entrevista pensó don Francisco haber alejado todo peligro, y siguió despreciando los avisos que constantemente recibía.

     En la tarde del 25 de junio, un clérigo le hizo decir que, bajo secreto de confesión, había sabido que los almagristas trataban de asesinarlo, y muy en breve. «Ese clérigo obispado quiere», respondió el marqués; y con la confianza de siempre, fue sin escolta a paseo y al juego de pelota y bochas, acompañado de Nicolás de Ribera el Viejo.

     Al acostarse, el pajecillo que le ayudaba a desvestirse le dijo:

     -Señor marqués, no hay en las calles más novedad sino que los de Chile quieren matar a su señoría.

     -¡Eh! Déjate e bachillerías, rapaz; que esas cosas no son para ti -le interrumpió Pizarro.

     Amaneció el domingo 26 de junio, y el marqués se levantó algo preocupado.

     A las nueve llamó al alcalde mayor, Juan de Velázquez, y recomendole que procurase estar al corriente de los planes de los de Chile, y que si barruntaba algo de gravedad, procediese sin más acuerdo a la prisión del caudillo y de sus principales amigos. Velázquez le dio esta respuesta que las consecuencias revisten de algún chiste:

   -Descuide vuestra señoría, que mientras yo tenga en la mano esta vara, ¡juro a Dios que ningún daño le ha de venir!

     Contra su costumbre no salió Pizarro a misa, y mandó que se la dijesen en la capilla de palacio.

     Parece que Velázquez no guardó, como debía, reserva con la orden del marqués, y habló de ella con el tesorero Alonso Riquelme y algunos otros. Así llegó a noticia de Pedro San Millán, quien se fue a casa de Rada, donde estaban reunidos muchos de los conjurados. Participoles lo que sabía y añadió: «Tiempo es de proceder, pues si lo dejamos para mañana, hoy nos hacen cuartos».

     Mientras los demás se esparcían por la ciudad a llenar diversas comisiones, Juan de Rada, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Cristóbal de Sosa, Martín Carrillo, Pedro de San Millán, Juan de Porras, Gómez Pérez, Arbolancha, Narváez y otros, hasta completar diez y nueve conjurados, salieron precipitadamente del callejón de los Clérigos (y no del de Petateros, como cree el vulgo) en dirección a palacio. Gómez Pérez dio un pequeño rodeo para no meterse en un charco, y Juan de Rada lo apostrofó: «¿Vamos a bañamos en sangre humana, y está cuidando vuesa merced de no mojarse los pies? Andad y volveos, que no servís para el caso».

     Más de quinientas personas paseantes o que iban a la misa de doce, había a la sazón en la plaza, y permanecieron impasibles mirando el grupo. Algunos maliciosos se limitaron a decir: «Estos van a matar al marqués o a Picado».

     El marqués, gobernador y capitán general del Perú don Francisco Pizarro, se hallaba en uno de los salones de palacio en tertulia con el obispo electo de Quito, el alcalde Velázquez y hasta quince amigos más, cuando entró un paje gritando: «¡Los de Chile vienen a matar al marqués, mi señor!».

     La confusión fue espantosa. Unos se arrojaron por los corredores al jardín, y otros se descolgaron por las ventanas a la calle, contándose entre los últimos el alcalde Velázquez, que para mejor asirse de la balaustrada se puso entre los dientes la vara de juez. Así no faltaba al juramento que había hecho tres horas antes; visto que si el marqués se hallaba en atrenzos, era porque no tenía la vara en la mano, sino en la boca.

     Pizarro, con la coraza mal ajustada, pues no tuvo espacio para acabarse de armar, la capa terciada a guisa de escudo y su espada en la mano, salió a oponerse a los conjurados, que ya habían muerto a un capitán y herido a tres o cuatro criados. Acompañaban al marqués su hermano uterino Martín de Alcántara, Juan Ortiz de Zárate y dos pajes.

     El marqués, a pesar de sus sesenta y cuatro años, se batía con los bríos de fa mocedad; y los conjurados no lograban pasar el dintel de una puerta, defendida por Pizarro y sus cuatro compañeros, que lo imitaban en el esfuerzo y coraje.

     -¡Traidores! ¿Por qué me queréis matar? ¡Qué desvergüenza! ¡Asaltar como bandoleros mi casa! -gritaba furioso Pizarro, blandiendo la espada; y a tiempo que hería a uno de los conjurados, que Rada había empujado sobre él, Martín de Bilbao le acertó una estocada en el cuello.

     El conquistador del Perú sólo pronunció una palabra: «¡Jesús!», y cayó, haciendo con el dedo una cruz de sangre en el suelo y besándola.

     Entonces Juan Rodríguez Barragán le rompió en la cabeza una garrafa de barro de Guadalajara, y don Francisco Pizarro exhaló el último aliento.

     Con él murieron Martín de Alcántara y los dos pajes, quedando gravemente herido Ortiz de Zárate.

     Quisieron más tarde sacar el cuerpo de Pizarro y arrastrarlo por la plaza; pero los ruegos del obispo de Quito y el prestigio de Juan de Rada estorbaron este acto de bárbara ferocidad. Por la noche dos humildes servidores del marqués lavaron el cuerpo; le vistieron el hábito de Santiago sin calzarle las espuelas de oro, que habían desaparecido; abrieron una sepultura en el terreno de la que hoy es Catedral, en el patio que aún se llama de los Naranjos, y enterraron el cadáver. Encerrados en un cajón de terciopelo con broches de oro se encuentran hoy los huesos de Pizarro, bajo el altar mayor de la catedral. Por lo menos tal es la general creencia.

     Realizado el asesinato, salieron sus autores a la plaza gritando: «¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano! ¡Viva Almagro! ¡Póngase la tierra en justicia!». Y Juan de Rada se restregaba las manos con satisfacción, diciendo: «¡Dichoso día en el que se conocerá que el mariscal tuvo amigos tales que supieron tomar venganza de su matador!».

     Inmediatamente fueron presos Jerónimo de Aliaga, el factor Illán Suárez de Carbajal, el alcalde del Cabildo Nicolás de Ribera el Viejo y muchos de los principales vecinos de Lima. Las casas del marqués, de su hermano Alcántara y de Picado fueron saqueadas. El botín de la primera se estimó en cien mil pesos, el de la segunda en quince mil pesos y el de la última en cuarenta mil.

     A las tres de la tarde, más de doscientos almagristas habían creado un nuevo Ayuntamiento; instalado a Almagro el Mozo en palacio con título de gobernador, hasta que el rey proveyese otra cosa; reconocido a Cristóbal de Sotelo por su teniente gobernador, y conferido a Juan de Rada el mando del ejército.

     Los religiosos de la Merced, que, así en Lima como en el Cuzco, eran almagristas, sacaron la custodia en procesión y se apresuraron a reconocer el nuevo gobierno. Gran papel desempeñaron siempre los frailes en las contiendas de los conquistadores. Húbolos que convirtieron la catedral del Espíritu Santo en tribuna de difamación contra el bando que no era de sus simpatías. Y en prueba de la influencia que sobre la soldadesca tenían los sermones, copiaremos una carta que en 1553 dirigió Francisco Girón al padre Baltasar Melgarejo. Dice así la carta:

     «Muy magnífico y reverendo señor: Sabido he que vuesa paternidad me hace más guerra con su lengua, que no los soldados con sus armas. Merced recibiré que haya enmienda en el negocio, porque de otra manera, dándome Dios victoria, forzarme ha vuesa paternidad que no mire nuestra amistad y quien vuesa paternidad es, cuya muy magnífica y reverenda persona guarde. -De este mi real de Pachacamac. -Besa la mano de vuesa paternidad su servidor. -Francisco Hernández Girón».

     Una observación histórica. El alma de la conjuración fue siempre Rada, y Almagro el Mozo ignoraba todos los planes de sus parciales. No se le consultó para el asesinato de Pizarro, y el joven caudillo no tuvo en él más parte que aceptar el hecho consumado.

     Preso el alcalde Velázquez, consiguió hacerlo fugar su hermano el obispo del Cuzco fray Vicente Valverde, aquel fanático de la orden dominica que tanta influencia tuvo para la captura y suplicio de Atahualpa. Embarcáronse luego los dos hermanos para ir a juntarse con Vaca de Castro; pero, en la isla de la Puná, los indios los mataron a flechazos junto con otros diez y seis españoles. No sabemos a punto fijo si la Iglesia venera entre sus mártires al padre Valverde.

     Velázquez escapó de las brasas para caer en las llamas. Los caballeros de la capa no lo habrían tampoco perdonado.

     Desde los primeros síntomas de revolución, Antonio Picado se escondió en casa del tesorero Riquelme, y descubierto al día siguiente su asilo fueron a prenderlo. Riquelme dijo a los almagristas: «No sé dónde está el señor Picado», y con los ojos les hizo señas para que lo buscasen debajo de la cama. La pluma se resiste a hacer comentarios sobre tamaña felonía.

     Los caballeros de la capa, presididos por Juan de Rada y con anuencia de don Diego, se constituyeron en tribunal. Cada uno enrostró a Picado el agravio que de él hubiera recibido cuando era omnipotente cerca de Pizarro; luego le dieron tormento para que revelase dónde el marqués tenía tesoros ocultos; y por fin, el 29 de septiembre, le cortaron la cabeza en la plaza con el siguiente pregón, dicho en voz alta por Cosme Ledesma, negro ladino en la lengua española, a toque de caja y acompañado de cuatro soldados con picas y otros dos con arcabuces y cuerdas encendidas: «Manda Su Majestad que muera este hombre por revolvedor de estos reinos, e porque quemó e usurpó muchas provisiones reales, encubriéndolas porque venían en gran daño al marqués, e porque cohechaba e había cohechado mucha suma de pesos de oro en la tierra.

     El juramento de los caballeros de la capa se cumplió al pie de la letra. La famosa capa le sirvió de mortaja a Antonio Picado.



III

El fin del caudillo y de los doce caballeros

     No nos proponemos entrar en detalles sobre los catorce meses y medio que Almagro el Mozo se mantuvo como caudillo, ni historiar la campaña que, para vencerlo, tuvo que emprender Vaca de Castro. Por eso, a grandes rasgos hablaremos de los sucesos.

     Con escasas simpatías entre los vecinos de Lima, viose don Diego forzado a abandonar la ciudad para reforzarse en Guamanga y el Cuzco, donde contaba con muchos partidarios. Días antes de emprender la retirada, se le presentó Francisco de Chaves exponiéndole una queja, y no recibiendo reparación de ella le dijo: «No quiero ser más tiempo vuestro amigo, y os devuelvo la espada y el caballo». Juan de Rada lo arrestó por la insubordinación, y enseguida lo hizo degollar. Así concluyó uno de los caballeros de la capa.

     Juan de Rada, gastado por los años y las fatigas, murió en Jauja al principiarse la campaña. Fue este un golpe fatal para la causa revolucionaria. García de Alvarado lo reemplazó como general, y Cristóbal de Sotelo fue nombrado maese de campo.

     En breve estalló la discordia entre los dos jefes de ejército, y hallándose Sotelo enfermo en cama, fue García de Alvarado a pedirle satisfacción por ciertas hablillas: «No me acuerdo haber dicho nada de vos ni de los Alvarado -contestó el maese de campo-; pero si algo he dicho lo vuelvo a decir, porque, siendo quien soy, se me da una higa de los Alvarados; y esperad a que me abandone la fiebre que me trae postrado para demandarme más explicaciones con la punta de la espada». Entonces el impetuoso García de Alvarado cometió la villanía de herirlo, y uno de sus parciales lo acabó de matar. Tal fue la muerte del segundo caballero de la capa.

     Almagro el Mozo habría querido castigar en el acto el aleve matador; pero la empresa no era hacedera. García de Alvarado, ensoberbecido con su prestigio sobre la soldadesca, conspiraba para deshacerse de don Diego, y luego, según le conviniese, batir a Vaca de Castro o entrar en acuerdo con él. Almagro disimuló mañosamente, inspiró confianza a Alvarado, y supo atraerlo a un convite que daba en el Cuzco Pedro de San Millán. Allí, en medio de la fiesta, un confidente de don Diego se echó sobre don García diciéndole:

     -¡Sed preso!

     -Preso no, sino muerto -añadió Almagro, y le dio una estocada, acabándolo de matar los otros convidados.

     Así desaparecieron tres de los caballeros de la capa antes de presentar batalla al enemigo. Estaba escrito que todos habían de morir de muerte violenta y bañados en su sangre.

     Entretanto, se aproximaba el momento decisivo, y Vaca de Castro hacía a Almagro proposiciones de paz y promulgaba un indulto, del que sólo estaban exceptuados los nueve caballeros de la capa que aún vivían, y dos o tres españoles más.

     El domingo 16 de septiembre de 1542 terminó la guerra civil con la sangrienta batalla de Chupas. Almagro, al frente de quinientos hombres, fue casi vencedor de los ochocientos que seguían la bandera de Vaca de Castro. Durante la primera hora, la victoria pareció inclinarse del lado del joven caudillo; pues Diego de Hoces, que mandaba una ala de su ejército, puso en completa derrota una división contraria. Sin el arrojo de Francisco de Carbajal, que restableció el orden en las filas de Vaca de Castro, y más que esto, sin la impericia o traición de Pedro de Candia, que mandaba la artillería almagrista, el triunfo de los de Chile era seguro.

     El número de muertos por ambas partes pasó de doscientos cuarenta, y el de los heridos fue también considerable. Entre tan reducido número de combatientes, sólo se explica un encarnizamiento igual teniendo en cuenta que los almagristas tuvieron por su caudillo el mismo fanático entusiasmo que había profesado al mariscal su padre; y ya es sabido que el fanatismo por una causa ha hecho siempre los héroes y los mártires.

     Aquéllos sí eran tiempos en los que, para entrar en batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates terminaban cuerpo a cuerpo, y el vigor, la destreza y lo levantado del ánimo decidían el éxito.

     Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran más bien un estorbo para el soldado, que no podía utilizar el mosquete o arcabuz si no iba provisto de eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La artillería estaba en la edad del babador; pues los pedreros o falconetes, si para algo servían era para meter ruido como los petardos. Propiamente hablando, la pólvora se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún escala de punterías, las balas iban por donde el diablo las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla, así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error de suma o pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se lleva el alma al otro barrio. Decididamente, hogaño una bala de cañón es una bala científica, que nace educada y sabiendo a punto fijo dónde va a parar. Esto es progreso, y lo demás es chiribitas y agua de borrajas.

     Perdida toda esperanza de triunfo, Martín de Bilbao y Jerónimo de Almagro no quisieron abandonar el campo, y se lanzaron entre los enemigos gritando: «¡A mí, que yo maté al marqués!». En breve cayeron sin vida. Sus cadáveres fueron descuartizados al día siguiente.

     Pedro de San Millán, Martín Carrillo y Juan Tello fueron hechos prisioneros, y Vaca de Castro los mandó degollar en el acto.

     Diego de Hoces, el bravo capitán que tan gran destrozo causara en las tropas realistas, logró escapar del campo de batalla, para ser pocos días después degollado en Guamanga.

     Juan Rodríguez Barragán, que había quedado por teniente gobernador en el Cuzco, fue apresado en la ciudad y se le ajustició. Las mismas autoridades que creó D. Diego, al saber su derrota, se declararon por el vendedor para obtener indultos y mercedes.

     Diego Méndez y Gómez Pérez lograron asilarse cerca del inca Manco que, protestando contra la conquista, conservaba en las crestas de los Andes un grueso ejército de indios. Allí vivieron hasta fines de 1544. Habiendo un día Gómez Pérez tenido un altercado con el inca Manco mató a éste a puñaladas, y entonces los indios asesinaron a los dos caballeros y a cuatro españoles más que habían buscado refugio entre ellos.

     Almagro el Mozo peleó con desesperación hasta el último momento en que, decidida la batalla, lanzó su caballo sobre Pedro de Candia, y diciéndole «¡Traidor!», lo atravesó con su lanza. Entonces Diego de Méndez lo forzó a emprender la fuga para ir a reunirse con el inca, y habríanlo logrado si a Méndez no se le antojara entrar en el Cuzco para despedirse de su querida. Por esta imprudencia fue preso el valeroso mancebo, logrando Méndez escapar para morir más tarde, como ya hemos referido, a manos de los indios.

     Se formalizó proceso, y D. Diego salió condenado. Apeló del fallo a la Audiencia de Panamá y al rey, y la apelación le fue denegada. Entonces dijo con entereza: «Emplazo a Vaca de Castro ante el tribunal de Dios, donde seremos juzgados sin pasión; y pues muero en el lugar donde degollaron a mi padre, ruego sólo que me coloquen en la misma sepultura, debajo de su cadáver».

     Recibió la muerte -dice un cronista que presenció la ejecución- con ánimo valiente. No quiso que le vendasen los ojos por fijarlos, hasta su postrer instante, en la imagen del Crucificado; y, como lo había pedido, se le dio la misma tumba que al mariscal su padre.

     Era este joven de veinticuatro años de edad, nacido de una india noble de Panamá, de talla mediana, de semblante agraciado, gran jinete, muy esforzado y diestro en las armas, participaba de la astucia de su progenitor, excedía en la liberalidad de su padre, que fue harto dadivoso, y como él, sabía hacerse amar con locura de sus parciales.

     Así, con el triste fin del caudillo y de los caballeros de la capa, quedó exterminado en el Perú el bando de los de Chile.



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Una carta de indias

(A D. Manuel Tamayo y Baus, de la Academia Española)

     El licenciado D. Cristóbal Vaca de Castro, nacido en Mayorga en 1492, hallábase en 1540 ejerciendo el cargo de oidor en la Audiencia de Valladolid, cuando llegó a España la nueva del triste fin de D. Diego de Almagro el Viejo y de las turbulencias habidas en el nuevo reino de Granada entre Benalcázar y Andagoya. El emperador, después de investir a Vaca de Castro con el hábito de Santiago, lo comisionó para venir a poner orden en estos sus reinos del Perú y Nueva Granada y examinar las acusaciones levantadas contra Pizarro y el adelantado Benalcázar. A su llegada a Popayán, recibió el juez pesquisador la noticia del asesinato del marqués y consiguiente revolución de Almagro el Mozo; y dando de mano a todo otro encargo, púsose el licenciado en camino para Quito, levantando bandera por el rey.

     Preciso es confesar que Carlos V anduvo desacertado en la elección; pues el nombrado no poseía la entereza y bríos, sagacidad y pureza de Gasca. En la batalla de Chupas, donde se batió recio el cobre, estuvo el señor licenciado asustadizo y a punto de huir el bulto; y después del triunfo no pensó más que en medros y granjerías, rellenando la hucha, sin temor a Dios ni al rey.

     En la relación que, fechada en el Cuzco a 24 de noviembre de 1542, envió al emperador dándole cuenta del éxito de la batalla, estampa Vaca de Castro estas palabras: «Ansí mismo el mensajero que envío suplicará a V. M. algunas cosas de mi parte, y suplico a V. M. sea servido de me mandar hacer merced en ellas».

     Para saber hasta dónde llegaban los humos y qué puntos calzaba en pretensiones el señor licenciado, transcribamos algunos acápites de la carta que con el mensajero Francisco Becerra dirigió a su mujer doña María de Quiñones: «Yo, señora, he hecho a S. M. tan gran servicio en ganarle estos reinos de tales tiranos y tantos y tan bien armados que se los tenían ocupados, alcanzando la más gloriosa victoria que ha dado Dios a capitán general en el mundo; y pues a D. Francisco Pizarro, se tuvo por tan gran hazaña ganar estos reinos de indios, que fue ganarles a ovejas, que por ello le dieron marquesado, querría tratar allá de cómo su majestad me hiciese mercedes, y pues yo tengo cuidado en servir a todos, razón es me lo agradezcan y paguen. Os alargaréis o acortaréis en el pedir, conforme a lo que allá viéredes».

     Para Vaca de Castro eran piñones y confitura todas las grandes batallas, desde las de los tiempos de la Roma pagana hasta la de Pavía. Sólo la de Chupas, en que él dispuso de mil soldados y de las dotes militares de Francisco de Carbajal, que valía por un ejército, contra ochocientos almagristas mal dirigidos, merecía ser cantada por Homero. Para el señor gobernador, los conquistadores que acompañaron a Pizarro habían realizado empresa más fácil y sencilla que el persignarse.

     A príncipe o duque, por lo menos, enderezaba su merced la proa; pues clarito se vislumbra que hacía ascos a un marquesado.

     Continúa hablando a su mujer de diversas remesas de dinero que le había hecho, y añade: «Una cosa habéis de tener en gran cuidado y poner muy gran diligencia en ella, y es que todo lo que allá hoviere ido y agora llegare lo recibáis muy secreto, y aun los de casa no lo sepan, y esto conviene, porque mientras menos viere el rey y sus privados, más mercedes me harán».

     Encarga a su mujer que si se presentare oportunidad de hacer alguna compra de fundo rústico o urbano, lo haga en cabeza de persona de su confianza «y no de otra manera; pues no conviene que para mí, en mi nombre, se compre una paja, sino que se entienda que no tengo ni tenéis un maravedí».

     Sólo con Becerra enviaba Vaca de Castro a su mujer cinco mil quinientos cincuenta castellanos de oro, amén de esmeraldas y vajilla de plata. La hipocresía del licenciado no admite mayor refinamiento, y tentados estaríamos de poner en duda la autenticidad de esta misiva si ella no se encontrara autografiada y escrita, toda de letra de Vaca de Castro, en el precioso infolio que con el título de Cartas de Indias acaba de hacer publicar en Madrid el gobierno español.

     De ese documento sacamos también en limpio una noticia de tocador, y que se presta a chistes un si es no es verdes como el cardenillo. Para que doña María le conquistase la protección de algunas damas de la corte la dice: «Envío ochenta tenazuelas de oro, que son acá muy estimadas y que las que allá hay no valen como estas, para que las enviéis a la señora condesa de Miranda y a quien bien os pareciere; que vos, señora, ya sé que no las habéis menester. Con éstas dicen acá las indias que quitan todo el vello por delgado que sea».

     Peliagudos son los comentarios que a la pluma vienen, y huyendo de ellos sólo digo que hasta para cohechar influencias era roñoso D. Cristóbal. ¿Regalando tenacillas aspiraba usarced a conseguir ducado? ¡Arre allá, bobo!

     Sus enemigos, que lo eran muchos españoles escapados del Perú, y entre los que se contaba la poderosa familia de Juan Tello, el sevillano ajusticiado en el Cuzco por mandato de D. Cristóbal, lograron interceptar ésta y otras cartas no menos comprometedoras, y las presentaron a Carlos V, revelando a la vez que Vaca de Castro había especulado tan ruinmente que su codicia llegó al extremo de abrir por su cuenta tienda en la plaza del Cuzco para vender artículos de primera necesidad, lo que constituía un estanco o privilegio en daño del pueblo y de la real hacienda, que andaba siempre en pos de un maravedí para completar un duro.

     Entre col y col, lechuga; y a propósito de las Cartas de Indias recientemente publicadas, vamos a dedicar un párrafo a una cuestión interesantísima y que la aparición de aquella importante obra ha puesto sobre el tapete. Trátase de probar que la voz América es exclusivamente americana, y no un derivado del prenombre del piloto mayor de Indias Albérico Vespuccio. De varias preciosas y eruditas disquisiciones que sobre tan curioso tema hemos leído, sacamos en síntesis que América o Americ es nombre de lugar en Nicaragua, y que designa una cadena de montañas en la provincia de Chontales. La terminación ic (ica, ique, ico, castellanizada) se encuentra frecuentemente en los nombres de lugares, en las lenguas y dialectos indígenas de Centro-América y aun de las Antillas. Parece que significa grande, elevado, prominente, y se aplica a las cumbres montañosas en que no hay volcanes. Aun cuando Colón, en su lettera rarissima describiendo su cuarto viaje (1502), no menciona el nombre de América, es más que probable que verbalmente lo hubiera transmitido él a sus compañeros tomándolo como que el oro provenía de la región llamada América por los nicaragüenses. De presumir es también que este nombre América fue esparciéndose poco a poco hasta generalizarse en Europa, y que no conociéndose otra relación impresa, descriptiva de esas regiones, que la de Albericus Vespuccius publicada en latín en 1505 y en alemán en 1506 y 1508, creyesen ver en el prenombre Albericus el origen, un tanto alterado, del nombre América. Cuando en 1522 se publicó en Bale la primera carta marítima con el nombre de América provincia, Colón y sus principales compañeros habían ya muerto, y no hubo quien parara mientes en el nombre. Por otra parte, en toda Europa no era América nombre de pila que se aplicara a hombre o mujer, y llamándose Vespuccio Albérico, claro es que si él hubiera dado nombre al Nuevo Mundo, debió éste llamarse Albericia, por ejemplo, y no América. Otra consideración: sólo las testas coronadas bautizaban países con su nombre: verbigracia, Georgia, Lu[i]siana, Carolina, Maryland, Filipinas, etc.; mientras que los descubridores les daban su apellido, tales como Magallanes, Vancouver, Diemen, Cook, etc. El mismo Colón no ha dado Cristofonia o Cristofia, sino Colombia y Colón. Es evidente, pues, que el autor del plano de 1522 oyó antes pronunciar el nombre indígena de América a alguno de los que acompañaron a Colón en 1503, y tomó el rábano por las hojas. Cuando apareció la carta de Bale, ya Vespuccio había muerto, sin sospechar, por cierto, la paternidad histórica que se le preparaba.

     Según el historiador vizconde de Santarem, el florentino Vespuccio (que murió en Sevilla el 22 de febrero de 1512) vino por primera vez al Nuevo Mundo a fines de 1499, en la expedición de Cabral, y la descripción que escribió de estas regiones fue publicada por Waldseemuller, en Lorena, en 1508. Fue Waldseemuller quien tuvo entonces la injustificable ocurrencia de sobreponer el nombre del descriptor al del descubridor.

     En conclusión: por su origen, por las noticias de Colón en su cuarto viaje, por su valor filológico y demás consideraciones someramente apuntadas, puede sin gran esfuerzo deducirse que la voz América, exclusivamente indígena, nada tiene que ver con el nombre del piloto Vespuccio.

     Sobre la avaricia de Vaca de Castro refiere la tradición popular algo que vamos a apuntar.

     Después de la batalla de Chupas, entró Vaca de Castro en el Cuzco haciendo justicia neroniana en los partidarios de Almagro. En los primeros días el verdugo no estuvo ocioso, y ahorcó gente que fue un primor.

     Entre los frailes de la Merced (que se distinguieron por su afición a la causa de la rebeldía), había uno que se propuso salvar la vida de cierto capitán prisionero. El mercedario había estado en la escuela con Vaca de Castro, y confiado en el cariño que tal circunstancia engendra, fue a visitar a D. Cristóbal. Este lo recibió con sequedad y díjole que no lo conocía, y que con esa y otra vez que lo viese serían dos. El fraile le daba señales minuciosas, le hablaba de recuerdos íntimos, le citaba el nombre del maestro y de los escolares, y Vaca de Castro erre que erre en que no habían estado juntos en los bancos del aula, ni recibido azotes de manos del mismo dómine.

     -Pues así será como su señoría lo dice, y mío el error. Errare humanum est -dijo al fin el fraile-. Y lo siento, porque para el amigo de la infancia y camarada de la escuela, que no para el gobernador, traía yo este agasajo.

     Y el mercedario sacó de la manga dos gruesos tejos de oro que colocó sobre la mesa.

     El licenciado abrió tamaño ojo, rascose la frente, y fingiendo aire de meditación dijo:

     -Espere, padre, ¿Vuesa, merced tiene familia en Izagre?

     -Oriundo soy del lugar como vueseñoría.

     -¡Calle! ¿Vuesa merced tuvo una tal Mencigüela, moza de mucho rojo y mucha sal, por comadre?

     -Y tanto que vueseñoría la ferió una basquiña de filipichín y un refajo redondo, y quedé yo más en vergüenza que los moros de Granada.

     -¡Toñuelo, hermano, Toñuelo! ¡Dame acá esos brazos, hombre! Trabajillo me ha costado el conocerte... Ya se ve, ¡tantos años... y luego los hábitos...!

     -¡Aprieta, Tobalillo, aprieta!

     Y fraile y gobernador se dieron estrecho abrazo, y los tejos de oro quedaron sobre la mesa, y el capitán que estaba en capilla para ser ahorcado libró con pena de destierro a Charcas.

     La carta de Vaca de Castro a su mujer doña María de Quiñones fue la perdición del licenciado; pues aunque por el momento Carlos V disimuló y tragó saliva, guardó el documento bajo de llave esperando oportunidad de sacarlo a lucir.

     En junio de 1545, y después de mil peripecias que relatar omito, llegó D. Cristóbal a Valladolid con algunos realitos de bolsillo, como él habría dicho, y que los cronistas llaman un tesoro. El emperador se lo mandó confiscar, lo puso en la fortaleza de Arévalo y lo sometió a riguroso juzgamiento. La maldita carta venía siempre a dar al traste con todos los misericordiosos propósitos de los jueces, que concluyeron por condenar a Vaca de Castro a la pérdida de su cargo de oidor, señalándole además por lugar de residencia la villa de Pinto, a inmediaciones de Madrid, lo que implicaba carcelería de por vida.

     Mas Carlos V, poco antes de su abdicación, apiadose del licenciado y lo rehabilitó y aun concedió mercedes, siendo la principal permitirle introducir en América, sin pago de derechos, quinientas piezas de ébano, o sea esclavos africanos.

     En 1561,viejo, viudo, achacoso y abrumado por los desengaños, encerrose Vaca de Castro en el claustro de los agustinos de Valladolid, donde al año siguiente entregó el alma al Creador. En cuanto a su nombre, la famosa Carta de Indias será siempre un cartel clavado en la picota.



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La muerte del factor

Crónica de la época del primer virrey del Perú

     Cuando en 1534 regresó de España Hernando Pizarro, trayendo para su hermano el título de marqués, vino con él un hidalgo, natural de Talavera, nombrado por el rey factor del Perú. Llamábase el hidalgo Illán Suárez de Carbajal, era hombre de poco más de treinta años, de gentil persona, y según un cronista, muy entendido en letras y números.

     El marqués lo recibió con gran deferencia, y en breve se estrechó entre ambos la más franca amistad. D. Francisco puso a su nuevo amigo al corriente de los sucesos, y lo comisionó para que pasase al Cuzco a conferenciar con Almagro el Viejo, dándole más tarde igual encargo en la famosa y desleal entrevista de Mala. Mucho trabajó D. Illán para alcanzar un buen acuerdo; pero la doblez de los Pizarro inutilizó sus esfuerzos.

     Pizarro confirió después al factor el mando de una expedición destinada a someter al inca Manco, que con numerosa hueste de indios se hallaba en las alturas de los Andes. Engañado por los informes de un espía, envió Illán una noche al capitán Villadiego con treinta hombres para que se apoderase por sorpresa de la persona de Manco pero éste, prevenido de la trama, batió a los españoles, muriendo Villadiego y más de veinte de sus soldados.

     Relevado Illán del mando, regresó al Cuzco, donde escribió al marqués que se cuidase mucho de los de Chile. Pasó después a Lima, y en el mismo día del asesinato de Pizarro, fue reducido a prisión por los parciales de Almagro el Mozo. Al retirarse éste de Lima condujo, siempre presos, a Suárez de Carbajal y otros; mas en Jauja los puso en libertad.

     Vaca de Castro envió a Lima al bachiller Juan Vélez de Guevara con el carácter de teniente gobernador. Pero Illán Suárez y los regidores se negaron a reconocerlo y le rompieron la vara en pleno Cabildo, quejosos de que el nombramiento se hubiese hecho en persona recién llegada al Perú. Aunque Vaca de Castro tuvo noticia del desacato, no quiso usar de rigor, limitándose a reprender con suavidad, a los motinistas. Verdad es que esto aconteció cuando ya se tenía noticia de la llegada a Panamá del virrey Blasco Núñez.

     El Cabildo nombró a Illán para ir hasta Trujillo a recibir y felicitar al nuevo representante de la corona; mas en Huaura se informó de la severidad con que venía el virrey, quitando repartimientos y realizando otros actos de justicia, y entonces resolvió regresarse, escribiendo antes a su hermano lo poco que tenían que esperar de Blasco Núñez; y que pues les había de quitar los indios, especialmente a él como a oficial real, procurase convertir en dinero toda su hacienda para regresarse a España, antes que las disposiciones del virrey pudiesen dañarlos en sus intereses. Súpolo Blasco Núñez, y desde entonces vio de mal ojo a Illán Suárez. Así cuando el 15 de mayo de 1544 recibió en palacio la visita de los notables de Lima, al abrazar a Illán, con quien se conocía desde España, le dijo: «Siento que seáis vos de los pocos a quienes no podré hacer bien ni merced alguna».

     Del breve gobierno de este virrey no hay más noticia digna de consignarse que la del recibimiento del sello real en Lima. La ceremonia fue solemne. «El sello -dice un cronista- fue paseado en una caja sobre un caballo, cuyo caparazón era de terciopelo carmesí con franjas de oro. El caballo, llevado del diestro por un regidor de Cabildo, iba bajo palio de brocado, sosteniendo las varas los demás regidores. Detrás iban el virrey y los cuatro oidores que con él llegaron a España para establecer la Real Audiencia».

     Viendo venir los sucesos y la rebelión de Gonzalo Pizarro, Suárez de Carbajal se mantuvo se mantuvo fiel a la causa del rey, y aun escribió a su hermano que no se comprometiese con los revolucionarios. Pero la impopularidad y los desaciertos de Blasco Núñez eran el mejor auxiliar de la revolución.

     Una noche, entre otros vecinos, se escaparon de Lima dos sobrinos de Illán Suárez que vivían en la misma casa de del factor, el cual ignoraba que sus parientes se hallasen tan ligados a la causa revolucionaria. Al saberlo el virrey, hizo sacar a Illán de la cama y le dijo:

     -¡Traidor! Has enviado a tus sobrinos donde los rebeldes.

     -No soy traidor, sino tan buen y tan leal servidor del rey como vos -le contestó Carbajal sin inmutarse.

     Exaltado el virrey con estas palabras, hirió con su daga en el pecho al factor, y ordenó a uno de sus criados que lo acabase de matar.

     El asesinato alevoso cometido en la persona de Illán Suárez puso colmo a la exasperación pública, y por todas partes brotaron las chispas que debían producir para el virrey la catástrofe de Iñaquito.

     Ganada la batalla por Gonzalo, Benito Suárez de Carbajal, hermano del factor Illán, encontró en el campo al virrey, cubierto de heridas, y después de abofetearlo, je hizo cortar la cabeza por un negro, la condujo arrastrando a la cola de su caballo hasta la plaza de Quito y la colocó en la picota. Gonzalo desaprobó la conducta ruin de Benito, y mandó dar sepultura y hacer honras fúnebres a su vencido adversario.

     Así fue vengada la muerte del factor Illán Suárez de Carbajal.



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Las orejas del alcalde

Crónica de la época del segundo virrey del Perú

I

     La villa imperial de Potosí era, a mediados del siglo XVI, el punto adonde de preferencia afluían los aventureros. Así se explica que cinco años después de descubierto el rico mineral, excediese su población de veinte mil almas.

     «Pueblo minero -dice el refrán-, pueblo vicioso y pendenciero». Y nunca tuvo refrán más exacta verdad, que tratándose de Potosí en los dos primeros siglos de la conquista.

     Concluía el año de gracia 1550, y era alcalde mayor de la villa el licenciado D. Diego de Esquivel, hombre atrabiliario y codicioso, de quien cuenta la fama que era capaz de poner en subasta la justicia, a trueque de barras de plata.

     Su señoría era también goloso de la fruta del paraíso, y en la imperial villa se murmuraba mucho acerca de sus trapisondas mujeriegas. Como no se había puesto nunca en el trance de que el cura de la parroquia le leyese la famosa epístola de San Pablo, D. Diego de Esquivel hacía gala de pertenecer al gremio de los solterones, que tengo para mí constituyen, si no una plaga social, una amenaza contra la propiedad del prójimo. Hay quien afirma que los comunistas y los solterones son bípedos que se asimilan.

     Por entonces hallábase su señoría encalabrinado con una muchacha potosina; pero ella, que no quería dares ni tomares con el hombre de la ley, lo había muy cortésmente despedido, poniéndose bajo la salvaguardia de un soldado de los tercios de Tucumán, guapo mozo que se derretía de amor por los hechizos de la damisela. El golilla ansiaba, pues, la ocasión de vengarse de los desdenes de la ingrata, a la par que del favorecido mancebo.

     Como el diablo nunca duerme sucedió que una noche se armó gran pendencia en una de las muchas casas de juego, que en contravención a las ordenanzas y bandos de la autoridad pululaban en la calle de Quintu Mayu. Un jugador novicio en prestidigitación y que carecía de limpieza para levantar la moscada, había dejado escapar tres dados en una puesta de interés; y otro cascarrabias, desnudando el puñal, le clavó la mano en el tapete. A los gritos y a la sanfrancia correspondiente, hubo de acudir la ronda y con ella el alcalde mayor, armado de vara y espadín.

     -¡Cepos quedos y a la cárcel! -dijo.

     Y los alguaciles, haciéndose compadres de los jugadores, como es de estilo en percances tales, los dejaron escapar por los desvanes, limitándose, para llenar el expediente, a echar la zarpa a dos de los menos listos.

     No fue bobo el alegrón de D. Diego, cuando constituyéndose al otro día en la cárcel, descubrió que uno de los presos era su rival, soldado de los tercios de Tucumán.

     -¡Hola, hola, buena pieza! ¿Conque también jugadorcito?

     -¡Qué quiere vueseñoría! Un pícaro dolor de dientes me traía anoche como un zarandillo, y por ver de aliviarlo, fuí a esa casa en requerimiento de un mi paisano que lleva siempre en la escarcela un par de muelas de Santa Apolonia, que diz que curan esa dolencia como por ensalmo.

     -¡Ya te daré yo ensalmo, truhán! -murmuró el Juez, y volviéndose al otro preso, añadió: -Ya saben usarcedes lo que reza el bando; cien duros o cincuenta azotes. A las doce daré una vuelta y... ¡cuidadito!

     El compañero de nuestro soldado envió recado a su casa y se agenció las monedas de la multa, y cuando regresó el alcalde halló redonda la suma.

     -Y tú, malandrín, ¿pagas o no pagas?

     -Yo, señor alcalde, soy pobre de solemnidad; y vea vueseñoría lo que provee, porque, aunque me hagan cuartos, no han de sacarme un cuarto. Perdone, hermano, no hay que dar.

     -Pues la carrera de vaqueta lo hará bueno.

     -Tampoco puede ser, señor alcalde; que aunque soldado, soy hidalgo y de solar conocido, y mi padre es todo un veinticuatro de Sevilla. Infórmese de mi capitán D. Álvaro Castrillón, y sabrá vueseñoría que gasto un Don como el mismo rey que Dios guarde.

     -¿Tú, hidalgo, don bellaco? Maese Antúnez, ahora mismo que le apliquen cincuenta azotes a este príncipe.

     -Mire el señor licenciado lo que manda, que ¡por Cristo! no se trata tan ruinmente a un hidalgo español.

     -¡Hidalgo! ¡Hidalgo! Cuéntamelo por la otra oreja.



     -Pues, Sr. D. Diego -repuso furioso el soldado-, si se lleva adelante esa cobarde infamia, juro a Dios y a Santa María que he de cobrar venganza en sus orejas de alcalde.

     El licenciado le lanzó una mirada desdeñosa y salió a pasearse en el patio de la cárcel.

     Poco después el carcelero Antúnez con cuatro de sus pinches o satélites sacaron al hidalgo aherrojado, y a presencia del alcalde le administraron cincuenta bien sonados zurriagazos. La víctima soportó el dolor sin exhalar la más mínima queja, y terminado el vapuleo, Antúnez lo puso en libertad.

     -Contigo, Antúnez, no va nada -le dijo el azotado-; pero anuncia al alcalde que desde hoy las orejas que lleva me pertenecen, que se las presto por un año y que me las cuide como a mi mejor prenda.

     El carcelero soltó una risotada estúpida y murmuró:

     -A este prójimo se le ha barajado el seso. Si es loco furioso no tiene el licenciado más que encomendármelo, y veremos si sale cierto aquello de que el loco por la pena es cuerdo.



II

     Hagamos una pausa, lector amigo, y entremos en el laberinto de la historia, ya que en esta serio de Tradiciones nos hemos impuesto la obligación de consagrar algunas líneas al virrey con cuyo gobierno se relaciona nuestro relato.

     Después de la trágica suerte que cupo al primer virrey D. Blasco Núñez de Vela, pensó la corte de España que no convenía enviar inmediatamente al Perú otro funcionario de tan elevado carácter. Por el momento e investido con amplísimas facultades y firmas en blanco de Carlos V, llegó a estos reinos el licenciado La Gasca con el título de gobernador; y la historia nos refiere que más que a las armas, debió a su sagacidad y talento la victoria contra Gonzalo Pizarro.

     Pacificado el país, el mismo La Gasca manifestó al emperador la necesidad de nombrar un virrey en el Perú, y propuso para este cargo a D. Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, conde de Tendilla, como hombre amaestrado ya en cosas de gobierno por haber desempeñado el virreinato de México.

     Hizo su entrada en Lima con modesta pompa el marqués de Mondéjar, segundo virrey del Perú, el 23 de septiembre de 1551. El reino acababa de pasar por los horrores de una larga y desastrosa guerra, las pasiones de partido estaban en pie, la inmoralidad cundía y Francisco Girón se aprestaba ya para acaudillar la sangrienta revolución de 1553.

     No eran ciertamente halagüeños los auspicios bajo los que se encargó del mando el marqués de Mondéjar. Principió por adoptar una política conciliadora, rechazando -dice un historiador- las denuncias de que se alimenta la persecución. «Cuéntase de él -agrega Lorente- que habiendo un capitán acusado a dos soldados de andar entre indios, sosteniéndose con la caza y haciendo pólvora para su uso exclusivo, le dijo con rostro severo: «Esos delitos merecen más bien gratiticación que castigo; porque vivir dos españoles entre indios y comer de lo que con sus arcabuces matan y hacer pólvora para sí y no para vender, no sé qué delito sea, sino mucha virtud y ejemplo digno de imitarse. Id con Dios, y que nadie me venga otro día con semejantes chismes, que no gusto de oírlos».

     ¡Ojalá siempre los gobernantes diesen tan bella respuesta a los palaciegos enredadores, denunciantes de oficio y forjadores de revueltas y máquinas infernales! Mejor andaría el mundo.

     Abundando en buenos propósitos, muy poco alcanzó a ejecutar el marqués de Mondéjar. Comisionó a su hijo D. Francisco para que recorriendo el Cuzco, Chucuito, Potosí y Arequipa, formulase un informe sobre las necesidades de la raza indígena; nombró a Juan Betanzos para que escribiera una historia de los incas; creó la guardia de alabarderos; dictó algunas juiciosas ordenanzas sobre policía municipal de Lima, y castigó con rigor a los duelistas y sus padrinos. Los desafíos, aun por causas ridículas, eran la moda de la época y muchos se realizaban vistiendo los combatientes túnicas color de sangre.

     Provechosas reformas se proponía implantar el buen D. Antonio de Mendoza. Desgraciadamente, sus dolencias embotaban la energía de su espíritu, y la muerte lo arrebató en julio de 1552, sin haber completado diez meses de gobierno. Ocho días antes de su muerte, el 21 de julio, se oyó en Lima un espantoso trueno, acompañado de relámpagos, fenómeno que desde la fundación de la ciudad se presentaba por primera vez.



III

     Al siguiente día D. Cristóbal de Agüero, que tal era el nombre del soldado, se presentó ante el capitán de los tercios tucumanos, D. Álvaro Castrillón, diciéndole:

     -Mi capitán, ruego a usía me conceda licencia para dejar el servicio.

     Su majestad quiere soldados con honra, y yo la he perdido.

     D. Álvaro, que distinguía mucho al de Agüero, le hizo algunas observaciones que se estrellaron en la inflexible resolución del soldado. El capitán accedió al fin a su demanda.

     El ultraje inferido a D. Cristóbal había quedado en el secreto; pues el alcalde prohibió a los carceleros que hablasen de la azotaina. Acaso la conciencia le gritaba a D. Diego que la vara del juez lo había servido para vengar en el jugador los agravios del galán.

     Y así corrieron tres meses, cuando recibió D. Diego pliegos que lo llamaban a Lima para tomar posesión de una herencia; y obtenido permiso del corregimiento, principió a hacer sus aprestos de viaje.

     Paseábase por Cantumarca en la víspera de su salida, cuando se lo acercó un embozado, preguntándole.

     -¿Mañana es el viaje, señor licenciado?

     -¿Le importa algo al muy impertinente?

     -¿Que si me importa? ¡Y mucho! Como que tengo que cuidar esas orejas.

     Y el embozado se perdió en una callejuela, dejando a Esquivel en un mar de cavilaciones.

     En la madrugada emprendió su viaje al Cuzco. Llegado a la ciudad de los incas, salió el mismo día a visitar un amigo, y al doblar una esquina, sintió una mano que se posaba sobre su hombro. Volviose sorprendido D. Diego, y se encontró con su víctima de Potosí.

     -No se asuste, señor licenciado. Veo que esas orejas se conservan en su sitio y huélgome de ello.

     D. Diego se quedó petrificado.

     Tres semanas después llegaba nuestro viajero a Guamanga, y acababa de tomar posesión en la posada, cuando al anochecer llamaron a su puerta.

     -¿Quién? -preguntó el golilla.

     -¡Alabado sea el Santísimo! -contestó el de fuera.

     -Por siempre alabado amén- y se dirigió D. Diego a abrir la puerta.

     Ni el espectro de Banquo en los festines de Macbeth, ni la estatua del Comendador en la estancia del libertino D. Juan, produjeron más asombro que el que experimentó el alcalde, hallándose de improviso con el flagelado de Potosí.

     -Calma, señor licenciado. ¿Esas orejas no sufren deterioro? Pues entonces hasta más ver.

     El terror y el remordimiento hicieron enmudecer a D. Diego.

     Por fin, llegó a Lima, y en su primera salida encontró a nuestro hombre fantasma, que ya no le dirigía la palabra, pero que le lanzaba a las orejas una mirada elocuente. No había medio de esquivarlo. En el templo y en el paseo era el pegote de su sombra, su pesadilla eterna.

     La zozobra de Esquivel era constante y el más leve ruido lo hacia estremecer. Ni la riqueza, ni las consideraciones que, empezando por el virrey, le dispensaba la sociedad de Lima, ni los festines, nada, en fin, era bastante para calmar sus recelos. En su pupila se dibujaba siempre la imagen del tenaz perseguidor.

     Y así llegó el aniversario de la escena de la cárcel.

     Eran las diez de la noche, y D. Diego, seguro de que las puertas de su estancia estaban bien cerradas, arrellanado en un sillón de vaqueta, escribía su correspondencia a la luz de una lámpara mortecina. De repente, un hombre se descolgó cautelosamente por una ventana del cuarto vecino, dos brazos nervudos sujetaron a Esquivel, una mordaza ahogó sus gritos y fuertes cuerdas ligaron su cuerpo al sillón.

     El hidalgo de Potosí estaba delante, y un agudo puñal relucía en sus manos.

     -Señor alcalde mayor -lo dijo-, hoy vence el año y vengo por mi honra.

     Y con salvaje serenidad rebanó las orejas del infeliz licenciado.



IV

     D. Cristóbal de Agüero, logró trasladarse a España, burlando la persecución del virrey marqués de Mondéjar. Solicitó una audiencia de Carlos V, lo hizo juez de su causa, y mereció, no sólo el perdón del soberano, sino el título de capitán en un regimiento que se organizaba para México.

     El licenciado murió un mes después, más que por consecuencia de las heridas, de miedo al ridículo de oírse llamar el Desorejado.



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Un pronóstico cumplido

Crónica de los virreyes marqués de Cañete y conde de Nieva

I

     Ni la tragedia de Saxahuamán, en que se levantó el cadalso para el muy magnífico D. Gonzalo Pizarro y su bravo maese de campo Francisco de Carbajal, ni el sangriento fin del capitán Francisco Girón, ahorcado algunos años después en la plaza de Lima, alcanzaron a extinguir en el virreinato los motivos de civil discordia. En todos los pueblos del Perú existían dispersos y prontos a ponerse en combustión, tan luego como apareciese un hombre audaz y con sobrada inteligencia para darles dirección, infinitos elementos de anarquía.

     Carlos V, en vísperas de encerrarse ya en el monasterio de Yuste y en vista de los circunstanciados informes que recibió de las colonias, llegó a convencerse del peligro en que estaba de perder con el Perú el más bello florón de su corona. Para conjurar la amenazadora tormenta, confirió amplios poderes a D. Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y el título de virrey que el conde de Casa Palma no había querido admitir. No se engañó el monarca en la elección de su representante, de quien dice un concienzudo historiador que unía la prudencia de Gasca a la entereza de Blasco Núñez de Vela.

     Antes de hacer su entrada en Lima, entrada que se verificó con solemnidad no vista hasta entonces, pasó el marqués de Cañete un oficio al Cabildo, en el cual daba a sus miembros el tratamiento de nobles señores. Su antecesor el débil D. Antonio de Mendoza los había acostumbrado al título de muy nobles señores. Alguna agitación produjo el oficio entre los cabildantes, azuzándola los tenientes de la rebeldía de Girón, que persistían en traer revuelto al país. Uno de los sempiternos bochincheros, Martín de Robles, dijo en pleno Cabildo: «Que venga el señor virrey, que ya le enseñaremos a tener crianza».

     Y en efecto, llegó el virrey, y su primer paso fue cortar por lo sano mandando matar a todos los trastornadores, inclusive Robles, dándosele un bledo del indulto que les había acordado la Real Audiencia por sus pasados extravíos.

     Estos actos de severa justicia y la sagacidad con que supo atraerse al inca D. Cristóbal Sayri Tupac, heredero del imperio de Atahualpa y que desde la sierra mantenía en alarma a los españoles, pusieron a raya a los turbulentos, y D. Andrés pudo consagrarse con tranquilidad a la organización del virreinato. Cuentan que convidado D. Cristóbal a un banquete que en obsequio suyo dio el arzobispo, tomó entre los dedos una hilacha del fleco del mantel y dijo, aludiendo a que sólo se le había dejado el cacicazgo de Urubamba: «Todo el mantel fue mío, y hoy apenas si es mía esta hilachita».

     Datan de esta época las fundaciones de la villa de Cañete y de la ciudad de Cuenca.

     Por entonces se ensayó desaguar la célebre laguna de Urcos con el propósito de extraer de ella la cadena de oro del inca; se trajeron del Cuzco las momias de varios monarcas, a las que se enterró en un patio del hospital de San Andrés, y se celebraron con mucha pompa en toda América los funerales del emperador Carlos V.

     Pero el marqués de Cañete, a quien tanto debía su soberano, confiaba demasiado en el reconocimiento de Felipe II. Los enemigos que por llenar su misión se había creado eran numerosos e influyentes en la corte, y alcanzaron del ingrato monarca que D. Andrés fuese relevado desairosamente. El rey no tuvo en cuenta sus servicios ni los de su hijo D. García, que tan bizarramente había vengado en Chile a Pedro de Valdivia, sacrificado por los araucanos, y nombró virrey del Perú al conde de Nieva don Diego López de Zúñiga y Velazco.

     Era éste el hombre con menos dotes de mando que podía encontrarse. Apenas llegado a Panamá, principió a difamar al anciano marqués y a constituirse en eco de las acusaciones de los descontentos. Hurtado de Mendoza se había anticipado a enviar un emisario que lo recibiese en el istmo, y cuentan que entre los dos sólo se cambiaron estas palabras:

     -S. E. el marqués de Cañete me manda cerca de V. E. para...

     El conde de Nieva no dejó continuar su arenga al emisario; pues, montando en ira, le interrumpió:

     -Entienda, señor capitán, que aquí no hay más excelencia que yo, y que el sandio del marqués tiene que adueñarse desde hoy, si le place, del tratamiento de señoría. Y andad y decid a vuestro amo que así lo tenga por sabido.

     El emisario regresó inmediatamente a Lima, mientras el nuevo virrey se detenía visitando algunos pueblos del Norte.

     Verdad inconcusa es que hasta en el cielo se da importancia a lisonjeros tratamientos. El cristiano que en la gloria eterna aspire a hacerse simpático tiene que empezar por aplaudir con más entusiasmo que en el teatro los gorgoritos de los serafines, y no tropezar con San José sin dar un par de ósculos bien sonados a la varilla de azucenas que en la mano lleva. A cada santo ha de hacerle respetuosa genuflexión, añadiendo la obligada frase de: «Beso a su merced los pies». Por supuesto, que no ha de dirigir la palabra a la Madre de Dios sin llamarla antes turris eburnea y regina cæli; y ¡guay de él! si no exclama por tres veces al encontrarse con el Padre Eterno: ¡Sanctus! ¡Sanctus! ¡Sanctus! Tal es la opinión de un escritor ilustre que sostiene ser la lisonja claro indicio de buena educación en el hombre, y que escuchar piropos es gratísimo no sólo a oídos humanos, sino hasta a los divinos.

     El marqués de Cañete, que no quiso halagar la vanidad de los cabildantes, dándoles el tratamiento a que su antecesor los había acostumbrado, iba a pasar por humillación idéntica.

     Grande fue la impresión que en el respetable marqués de Cañete produjeron las desatentas palabras de que le dio noticia el emisario. Su orgullo nobiliario estaba herido cruelmente. En el acto cayó enfermo, para morir pocos días antes de que entrase en Lima su sucesor, y en el delirio de la fiebre exclamaba sin cesar:

     -¡Nieva! ¡Tendrás mala muerte!

     El cómo se realizó la profecía del febricitante marqués es lo que verá el lector en el siguiente capítulo.



II

     El gobierno de D. Diego López de Zúñiga y Velazco, conde de Nieva y señor de las villas de Arnedo, Cerezos y Arenzanas, no excedió de tres años, y habría pasado sin dejar la menor huella en la historia, sin el misterioso y romancesco fin que cupo a este virrey. Encontró el país como una balsa de aceite, merced a las fatigas y tino de su antecesor, y gobernó como quien trata sólo de llenar el expediente. Más que en la administración, pensó en fiestas y galanteos.

     Fue el conde de Nieva quien con el título de villa de Arnedo fundó el pueblo de Chancay, a doce leguas de Lima, con el propósito de establecer allí una Universidad que compitiera acaso con la de Salamanca, y comisionó a D. Cristóbal Valverde para la fundación de la ciudad de Ica. Entiendo que Saña, destruida después por una inundación, fue también fundada por ese gobernante.

     No encuentro en los cronistas dato alguno que interese sobre esa época, salvo el de la creación de un hospital para leprosos, que emprendió un buen hombre, conocido por Antón Sánchez, en desagravio de haberse burlado en España de su padre, llamándolo lazarino.

     Era el 19 de febrero de 1564, y después de la media noche descendía un embozado, con ayuda de una escala de cuerda, de un balcón situado en el ángulo que hoy forman la plaza de la Inquisición y la solitaria calle de los Trapitos.

     Noche, balcón, escala y embozado denuncian, al través de los siglos, asunto de faldas y amoríos: el sempiterno ¿quién es ella?, que trae al retortero este pícaro mundo desde que a Dios le vino en antojo crearlo.

     La casa a que el balcón pertenece aún, era habitada por una de las familias más acaudaladas, influyentes y aristocráticas de aquella época.

     Cuando faltaban al galán pocos peldaños para tocar en el suelo, se desprendió la escala del balcón, y al mismo tiempo cinco embozados principiaron a descargar con gran fuerza costalazos de arena sobre el caído, gritándole:

     -¡Ladrón de honras!

     Los criados del futuro marqués de Zárate, cuyos descendientes fueron los marqueses de Montemira y condes de Valle-Oselle, que habitaba la casa fronteriza, en la calle que hoy mismo lleva ese nombre, despertaron a los gritos de los agresores y de la víctima, lanzándose fuera para prestar auxilio al que lo demandaba. Mas cuando llegaron al sitio, sólo encontraron un cadáver.

     Este era el del conde de Nieva, cuarto virrey del Perú, que había perecido obscura y traidoramente, sacrificado a la justa venganza de un esposo ofendido, cuyo nombre, según un cronista, era D. Rodrigo Manrique de Lara.

     Aunque los restos del virrey fueron llevados a palacio antes de amanecer, y la Audiencia procuró hacer creer al pueblo que había fallecido repentinamente en su cama, por consecuencia de un ataque de apoplejía, la verdad del caso era sabida en todo Lima.

     Este virrey, como su antecesor, fue sepultado con gran pompa en la iglesia de San Francisco.

     La Real Audiencia siguió muy en secreto causa para castigar al asesino, pero resultando comprometidos altos personajes, tomó el prudente partido de echar tierra sobre el proceso y evitar así mayor escándalo.

     «A luengas distancias, luengas mentiras», dice el refrán. De suponerse es cuán abultada llegaría a España la noticia y los comentarios a que ella se prestó.

     Felipe II resolvió entonces, mientras nombraba un nuevo virrey, enviar al licenciado D. Lope García de Castro con el título de presidente de la Audiencia, dándole el especial encargo de formar proceso al asesino y sus cómplices.

     Pero al arribo del licenciado a Lima, que fue el 22 de septiembre de 1564, había muerto D. Rodrigo, el principal acusado; cuatro de sus parientes, que habían sido sus cómplices, aunque del sumario no aparecían pruebas claras, eran personajes ricos y de gran significación social; y por fin la viuda, joven y bella, era aindamáis de la rancia nobleza de Castilla, como prima segunda de su amante el virrey conde de Nieva.

     El presidente de la Real Audiencia lo tuvo todo en cuenta, y rompió el protocolo, diciendo a sus colegas:

     -Quédese esto quedo, que peor es meneallo.



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El Peje chico

Crónica de la apoca del quinto virrey del Perú

I

     Por los años de 1575 existió en Trujillo, ciudad amurallada que fundó Francisco Pizarro, un indio conocido entre los conquistadores con el nombre de D. Antonio Chayhuac, y entre los naturales como el heredero de Chimu-Chumamanchu, último gran cacique de Mansiche.

     El inca Pachacutec, llamado el reformador, que gobernó el imperio más de cincuenta años, se distinguió, no sólo como legislador, sino como guerrero.

     En 1378, imposibilitado por la carga de los años para las fatigas de una campaña, encomendó al príncipe heredero Yupanqui que con treinta mil soldados continuase la conquista de la costa. Sabido es que Capac, hermano del Inca, había realizado la de los valles del Rimac, Chancay, Huaraz, Conchucos, Huamachuco, Cajamarca, Ica, Nasca, Lunahuaná, Yauyos y Huarochirí. La empresa que iba a acometer Yupanqui era reducir a la obediencia del soberano del Cuzco al curaca del Gran Chimu, reyezuelo poderoso e indómito, cuya jurisdicción se extendía desde las márgenes del Santa hasta los ricos valles de Virú y Chicama.

     La guerra fue larga y desastrosa. Yupanqui pidió a su padre un refuerzo de veinte mil cuzqueños que, unidos a las tropas que enviaron los caciques de los pueblos conquistados por Capac, alcanzaron al fin en 1384, que el soberano del Gran Chimu aceptase la honrosa capitulación que constantemente le había propuesto su generoso y bravo adversario. Hablando de esta guerra, dice Garcilaso que fue la más sangrienta que los Incas habían tenido hasta entonces.

     Basta de digresión y volvamos a1 cacique de Mansiche.

     D. Antonio, cuyo padre había aceptado con entusiasmo el nuevo culto, se entregó también fervorosamente a las prácticas devotas. El cacique, lejos de vivir con el fausto de sus antepasados, hacía ostentación de pobreza, y trabajaba personalmente en el cultivo de unas pocas fanegadas de terreno.

     Por entonces, y ejerciendo el oficio de buhonero, hacía un joven español frecuentes viajes de Lima a Trujillo. Garci-Gutiérrez de Toledo, que tal era su nombre, era huésped obligado del cacique, a quien siempre obsequiaba con lo mejor de su pacotilla. El trato engendra cariño, y el indio llegó a experimentarlo muy cordial por el buhonero español, Garci-Gutiérrez de Toledo, que alcanzó a ser padrino de dos de los hijos del cacique.

     Mal pergeñado venía todas las tardes el vendedor de baratijas a casa de su compadre. El español era ambicioso, y su comercio no prometía sacarlo nunca de pobre. D. Antonio le aconsejaba perseverancia y resignación; pero su consejo era sermón perdido. Garci-Gutiérrez deseaba monedas y no palabras.

     Una noche platicaban los dos compadres, al rayo de la luna, en la puerta de la choza del cacique. El español estaba de un humor endiablado y maldecía de su fortuna. De pronto lo interrumpió D. Antonio diciéndole:

     -Pues bien, compadre: ya que fundas tu felicidad en el oro, voy a hacerte el hombre más rico del Perú. Pero júrame no enorgullecerte con tu cambio de fortuna, ejercer la caridad con los pobres y aplicar la cuarta parte del tesoro con que voy a brindarte al culto de Dios y de su Santa Madre. Ten sobre todo en acuerdo, compadre, que nadie hostiliza a la araña mientras ella se está quieta urdiendo su tela en la pared; pero cuando la araña se aventura a pasear por las alfombras, todos se disputan la satisfacción de aplastarla con el pie.

     Garci-Gutiérrez pensó, en el primer momento, que su compadre el cacique se burlaba; pero la codicia se sobrepuso en su ánimo a todo recelo, y juró por Cristo señor nuestro y por la porción que le estuviera reservada en el paraíso llenar las condiciones que D. Antonio le imponía.

     El viajero que por el lado del mar se dirija hoy a Trujillo, verá a dos millas de distancia de la ciudad las ruinas de una gran población de la época de los Incas. Esas ruinas fueron la capital del Gran Chimu.

     D. Antonio condujo al español a una huaca, escondida en el laberinto de las ruinas, y después de separar grandes piedras que obstruían la entrada, encendió un hachón, penetrando los compadres en un espacio donde se veían hacinados ídolos y objetos de oro macizo.

     Garci-Gutiérrez estuvo a punto de enloquecer. Iba de un sitio a otro, reía, lloraba y abrazaba al indio.

     En el centro de la sala y sobre un andamio de plata había una figura que representaba un pez. El cuerpo era de oro, y los ojos lo formaban dos esmeraldas preciosísimas. El español quedó extático contemplando el ídolo.

     -Pues todo es tuyo -le dijo don Antonio-; hoy te obsequio la huaca del Peje chico. Sé feliz, y si cumples tu juramento, algún día te llevaré a la huaca del Peje grande.

     Quien lea el libro impreso en Madrid en 1763, titulado Relación descriptiva que de la ciudad de Trujillo hace D. Miguel Feyjóo de Sosa, corregidor que fue de dicha ciudad, encontrará las siguientes líneas, que comprueban la fabulosa importancia del tesoro obsequiado al buhonero español por el cacique de Mansiche.

     «Consta en los libros de las cajas reales de Trujillo que el año de 1576, Garci-Gutiérrez de Toledo, hijo de Alonso Gutiérrez Neto, dio a su majestad de quintos por extracción del Peje pequeño de la huaca del Gran Chimu, cincuenta y ocho mil quinientos veintisiete castellanos de oro. Consta igualmente que, algunos años después, dio también por quinto el mismo Garci-Gutiérrez, en diferentes figuras de peces y animales que extrajo de la misma huaca, veintisiete mil y veinte castellanos de oro».

     Pero antes de que veamos cómo cumplió el español su juramento, no nos parece fuera de propósito que echemos, lector, una mano de historia.



II

     El Excmo. Sr. D. Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de Oropesa, comendador de Asebuche, mayordomo de S. M. D. Felipe II y quinto virrey del Perú, tuvo indudablemente dotes de gran político, y a él debió en mucho España el afianzamiento de su dominio en los pueblos conquistados por Pizarro y Almagro. Después de una visita por el virreynato en la que gastó cerca de cinco años, se contrajo a legislar con pleno conocimiento de las necesidades públicas y del carácter de sus súbditos. Las famosas ordenanzas del virrey Toledo son, hoy mismo, apreciadas como un monumento de buen gobierno. A la sombra de ellas, los hasta entonces oprimidos indios empezaron a disfrutar de algunas franquicias, y el virrey se hizo para ellos más querido que los indiófilos de nuestros asendereados tiempos de república constitucional.

     La paz se consolidó bajo el paternal gobierno de Toledo. Las letras y las ciencias empezaron a brillar, fundándose la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, cuyo primer rector fue el médico Meneses. Desgraciadamente, con la erección de este santuario de la inteligencia coincide el establecimiento de la Inquisición en el Perú.

     Fue por entonces el célebre proceso, que existe en el archivo nacional, entre Francisco Cortés y Alonso Vélez, introductor el primero de los capullos de gusano de seda, y daño el segundo de la única plantación de moreras que en Lima existiera. Cortés se allanaba a comprar las hojas precisas para el alimento del gusano, pero Vélez se negaba a venderlas, exigiendo que, pues el otro no podía mantener la cría, se la cediese por poco precio. Cuando terminó el litigio no quedaba ya un gusano para muestra.

     En esta época del coloniaje fue cuando un indio de Izcuchaca descubrió el poderoso mineral de cinabrio en Huancavelica, fundando Toledo esta ciudad bajo el nombre de Villarrica de Oropesa, a la vez que Pedro Fernández de Velasco publicaba el secreto de beneficiar la plata con azogue.



     Después de trece años y dos meses de buen gobierno, D. Francisco, agobiado por los achaques inherentes a setenta y cinco diciembres, decidió regresar a España. Los cuatro virreyes que lo antecedieron habían encontrado un fin más o menos triste en América; Blasco Núñez de Vela y el conde de Nieva perecieron de un modo trágico; el marqués de Cañete murió loco, y D. Antonio de Mendoza falleció, casi súbitamente, a los pocos meses de mando. El quinto virrey ambicionaba morir en la tierra donde nació.

     Llegado a España, fue víctima de la calumnia y de la envidia. Se le confiscó la fortuna que llevaba, y que excedía de doscientos mil pesos. Y para colmo de agravio, el ingrato Felipe II, reconviniéndolo por la ejecución del inca Tupac-Amaru, que tuvo lugar en 1579, lo dijo: «Idos a vuestra casa, D. Francisco, que yo no os envié al Perú para matar reyes, sino para servir a reyes».

     D. Francisco de Toledo, a quien la historia llama el Solón peruano, no sobrevivió mucho tiempo al desaire del monarca.

     El escudo de la casa de Toledo es quince escaques de plata y azur, formando un tablero de ajedrez.

     Volvamos a Garci-Gutiérrez.



III

     Desde que Garci-Gutiérrez se vio rico renegó de su origen plebeyo. ¡Debilidad humana!

     Como hemos dicho, el virrey D. Francisco de Toledo gastó cinco años en recorrer el país, y regresó a Lima en 1575, precisamente cuando acababa el buhonero español de exhibirse como dueño de un tesoro.

     El virrey, según pública fama, era extremadamente avaro, vicio que deslustra ante la historia sus grandes cualidades como hombre de estado. Garci-Gutiérrez fue a visitarlo, y le obsequió por valor de veinte mil pesos en curiosidades de oro.

     -No mire vuecelencia en mi agasajo -le dijo- más que el cariño del deudo. Toledo es vuecencia, y yo soy Garci-Gutiérrez de Toledo.

     -Que sea por muchos años, pariente- le contestó D. Francisco con amabilidad.

     Garci-Gutiérrez estaba satisfecho, pues el virrey lo había reconocido en público por su deudo. En cuanto a su excelencia, pensaba que bien se podía reconocer por más que pariente a quien, en vez de pedir, se mostraba tan largamente dadivoso. «Lluevan primos como éste -se dijo-, que yo no he de demandarles su árbol genealógico».

     Por la plata baila el perro, y el gato sirve de guitarrero.

     Corrían los años, y Garci-Gutiérrez, que se llenaba la boca hablando de su primo el virrey y que se trataba a cuerpo de príncipe, veía rápidamente desaparecer su fortuna en banquetes espléndidos y en regalos a sus amigos de la nobleza. En cuanto a hacer obras de caridad y dar limosnas para el culto divino, como lo había jurado, no hay para qué empeñarse en probar que así pensó en ello como en inventar la brújula. «El que en gastos va muy lejos, no hará casa con azulejos», dice el refrán, o lo que es lo mismo, «el que gasta a chorro, poco luce el morro».

     Llegó a la postre un día en que se vio per istam, y entonces se acordó de su compadre el cacique de Mansiche. Emprendió viaje a Trujillo, y avistándose con D. Antonio, le dijo:

     -Compadre Antonio, estoy arruinado.

     -No me extraña la nueva, compadre Garci-Gutiérrez. Lo barrunté, desde que al cabo de tantos años, es ahora cuando se le ha venido a las mientes el santo de mi nombre. ¿Y en qué puedo servirlo, señor compadre?

     -Dándome la huaca del Peje grande.

     -No estoy loco todavía y no hablemos más de ello. Mi secreto irá conmigo a la tumba.

     Garci-Gutiérrez suplicó, lloró y apeló a todo recurso; pero sus esfuerzos se estrellaron ante la estoica tenacidad del indio. Después de tres meses de lucha, el ex buhonero perdió la esperanza de ablandar las entrañas de roca de su compadre, y volvió a Lima confiado en la largueza de su primo el virrey. Pero la fortuna volvía la espalda a Garci-Gutiérrez. Hacía una semana que su excelencia había partido para España.

     Nuestro hombre no conocía el mundo. Ignoraba que en los días de prosperidad abundan los amigos y que en las horas de la desgracia desaparecen. Al verlo pobre, sus antiguos compañeros de festines le huían miserablemente; y como Garci-Gutiérrez había renegado de su origen, se encontró también justamente despreciado por los plebeyos.

     Hastiado por las decepciones, enfermo del alma y del cuerpo, viejo ya y sin fuerzas para el trabajo, Garci-Gutiérrez obtuvo por caridad una celda y un pan en el convento de los buenos padres franciscanos.



IV

     Los historiadores están uniformes en que Atahualpa ofreció a Pizarro pagarle en oro su rescate. Al efecto, el Inca envió emisarios por todo el imperio; y ya existía depositada en Cajamarca gran parte del rescate, cuando Pizarro se decidió a manchar su gloria dando muerte al soberano.

     Tan luego como tuvieron noticia de este crimen muchos de los emisarios, que se hallaban en camino para Cajarnarca, resolvieron enterrar los tesoros de que eran conductores.

     Tal fue el origen de las huacas del Peje grande y del Peje chico.

     En la primera se han emprendido, aun en nuestros días, serios trabajos para arrancarla el secreto del cacique de Mansiche; pero siempre ha quedado burlada la codicia de los hombres. Y como si la Providencia tuviera empeño en azuzarla, acontece que de vez en cuando, entre las ruinas del Chimu, se descubre algún objeto de oro.



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La monja de la llave

Crónica de la época del sexto y séptimo virreyes del Perú

I

     Corría el mes de mayo del año de gracia 1587.

     Media noche era por filo cuando un embozado escalaba, en la calle que hoy es plaza de Bolívar, un balcón perteneciente a la casa habitada por el conquistador Nicolás de Ribera el Mozo, a quien el marqués don Francisco Pizarro había favorecido con pingües repartimientos y agraciado Carlos V con el hábito de Santiago. Quien lea el acta de fundación de Lima (18 de enero de 1535) encontrará los nombres de Nicolás de Rivera el Viejo y Nicolás de Rivera el Mozo. Por la época de esta tradición la mocedad de Rivera el Mozo era una pulla, pues nuestro poblador de la ciudad de los Reyes rayaba en los ochenta diciembres.

     No se necesita inspiración apostólica para adivinar que era un galán el que así penetraba en casa de Rivera el Mozo, y que el flamante caballero santiagués debía tener hija hermosa y casadera.

     Doña Violante de Rivera, dicho sea en puridad, era una linda limeña de ojos más negros que una mala intención, tez aterciopelada, riza y poblada cabellera, talle de sílfide, mano infantil y el pie más mono que han calzado zapaticos de raso. Contaba entonces veinticuatro abriles muy floridos; y a tal edad, muchacha de buen palmito y sin noviazgo o quebradero de cabeza, es punto menos que imposible. En vano su padre la tenía bajo la custodia de una dueña quitañona, más gruñidora que mastín de hortelano e incólume hasta de la sospecha de haberse ejercitado en los días de su vida en zurcir voluntades. ¡Bonita era doña Circuncisión para tolerar trapicheos, ella que cumplía con el precepto todas las mañanas y que comulgaba todos los domingos!

     Pero Violante tenía un hermano nombrado don Sebastián, oficial de la escolta del virrey, el cual hermano se trataba íntimamente con el capitán de escopeteros Rui Díaz de Santillana; y como el diablo no busca sino pretexto para perder a las almas, aconteció que el capitancito se le entró por el ojo derecho a la niña, y que hubo entre ambos este dialoguito:

                                                   -¿Hay quien nos escuche? -No.                                    
-¿Quieres que te diga? -Di
-¿Tienes un amante? -¡Yo!
-¿Quieres que lo sea? -Sí.

     La honrada doña Circuncisión acostumbrada cada noche hacerse leer por su pupila la vida del santo del día, rezar con ella un rosario cimarrón mezclado de caricias al michimorrongo, y, oyendo, a las nueve las campanas de la queda, apurar una jícara de soconusco acompañada de bizcochos y mantecados. Pero es el caso que Violante se daba trazas para, al descuido y con cuidado, echar en el chocolate de la dueña algunas gotas de extracto de floripondios, que producían en la beata un sueño que distaba no mucho del eterno. Así, cuando ya no se movía ni una paja en la casa ni en la calle, podía Díaz, con auxilio de una escala de cuerda, penetrar en el cuarto de su amada sin temor a importuna sorpresa de la dueña.

                                                   «Madre, la mi madre,                                    
¿guardas me ponéis?
Si yo no me guardo
no me guardaréis».

dice una copla antigua, y a fe que el poeta que la compuso supo dónde tenía la mano derecha y lo que son femeniles vivezas. Y ya sabemos que

                                                   cuando dos que se quieren                                    
      se ven solitos,
se hacen unos cariños
      muy rebonitos.

     En la noche de mayo de que hablamos al principio, apenas acabó el galán de escalar el balcón, cuando un acceso de tos lo obligó a llevar a la boca su pañuelo de batista, retirándole al instante teñido en sangre, y cayendo desplomado en los brazos de la joven.

     No es para nuestra antirromántica pluma pintar el dolor de Violante. Mal huésped es un cadáver en la habitación de una noble y reputada doncella.

     La hija de Rivera el Mozo pensó, al fin, que lo primero era esconder su falta a los ojos del anciano y orgulloso padre; y dirigiéndose al cuarto de su hermano don Sebastián, entre sollozos y lágrimas, lo informó de su comprometida situación.

     Don Sebastián principió por irritarse; mas, calmándose luego se encaminó al cuarto de Violante, echó sobre sus hombros al muerto, se descolgó con él por la escala del balcón, y merced a la obscuridad ya que en esos tiempos era difícil encontrar en la calle alma viviente después de las diez de la noche, pudo depositar el cadáver en la puerta de la Concepción, cuya fábrica estaba en ese año muy avanzada.

     Vuelto a su casa, ayudó a su hermana a lavar las baldosas del balcón, para hacer desaparecer la huella de la sangre; y terminada tan conveniente faena, la dijo:

     -¡Ira de Dios, hermana! Por lo pronto, sólo el cielo y yo sabemos tu secreto y que has cubierto de infamia las honradas canas de Ribera el Mozo. Apréstate para encerrarte en el convento, si no quieres morir entre mis manos y llevar la desesperación al alma de nuestro padre.

     En aquellos tiempos se hilaba muy delgado en asunto de honra.

     Y en efecto, algunos días después Violante tomaba el velo de novicia en la Encarnación, única congregación de monjas que, por entonces, existía en Lima.

     Y por más honrar en la persona de su hija al caballero santiagués, asistió a la ceremonia como padrino de hábito el virrey del Perú, conde de Villardompardo.

     No será fuera de oportunidad apuntar aquí que, a la muerte de Rivera el Mozo, fue demolida la casa, edificándose en el terreno la famosa cárcel de la Inquisición, tribunal que hasta entonces había funcionado en la casa fronteriza a la iglesia de la Merced.



II

     Echemos, lector, el obligado parrafillo histórico, ya que incidentalmente nombramos al conde de Villardompardo, a quien las traviesas limeñas llamaban el Temblecón, aludiendo a la debilidad nerviosa de sus manos.

     Gobierno bien fatal fue el del Excmo. Sr. D. Fernando de Torres y Portugal, conde de Villardompardo, séptimo virrey del Perú por S. M. don Felipe II. Sucediendo a don Martín Enríquez, de la casa de los marqueses de Alcañices, y que antes había sido virrey de México, diríase que éste le legó también su desgracia en el mando; pues sabido es que don Martín apenas gobernó veintiún meses, si es que puede llamarse gobierno el de un hombre cuyas dolencias físicas no le permitían más que prepararse a bien morir.

     En cuanto a obras públicas, parece que ambos virreyes sólo proyectaron una: «Adoquinar la vía láctea».

     El terremoto que en 1582 arruinó a Arequipa, y el que en 1585 dejó a Piura y Lima en escombros; el tercer Concilio limense presidido por el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo y que se disolvió con grave escándalo; los desastres de la flota que condujo quinientos treinta hombres para colonizar Magallanes y que sucumbieron todos, menos veinte, al rigor de las privaciones y del clima; los excesos en el Pacífico del pirata inglés Tomás Cavendish; una peste de viruelas que hizo millares de víctima en el Perú; la pérdida de las sementeras, que trajo por consecuencia una carestía tal de víveres que la fanega de trigo se vendió a diez pesos; y, por fin, la nueva del destrozo sufrido por la invencible escuadra, destinada contra la reina virgen Elisabeth de Inglaterra: ved en compendio la historia de don Martín Enríquez, el Gotoso, y de su sucesor don Femando de Torres, el Temblecón.

     En los tres años de su gobierno no hizo el conde Villardompardo sino amenguar el patronato, entrar en querellas ridículas con los inquisidores, dar pábulo a las disensiones de la Audiencia, dejar sin castigo a los defraudadores del fisco y permitir que en todas las esferas oficiales se entronizase la inmoralidad. Relevado con el segundo marqués de Cañete, retirose el de Villardompardo a vivir en el conventillo franciscano del pueblo de la Magdalena, hasta que se le proporcionó navío para regresar a España.



III

     Ajusticiado en la plaza de Lima, en diciembre de 1554, el capitán don Francisco Hernández Girón, que había alzado bandera contra el rey, su viuda doña Mencía de Sosa y la madre de ésta, doña Leonor Portocarrero, fundaron en 25 de marzo de 1558, y provisionalmente en la misma casa que habitaban, un monasterio en el que profesaron en breve muchas damas de la nobleza colonial. Doña Leonor fue reconocida como abadesa y doña Mencía aceptada como subpriora.

     La profesión de una de las hijas del mariscal Alvarado, que fue maese de campo del licenciado La Gasca en la campaña contra Gonzalo Pizarro, ocasionó un conflicto; pues realizose con sólo el permiso del arzobispo, Loaiza y sin anuencia del vicario provincial agustino, que se oponía porque doña Isabel y doña Inés de Alvarado, aunque hijas de hombre tan ilustre y rico, eran mestizas.

     El mariscal dotaba a cada una de sus dos hijas con veinte mil pesos y ofrecía hacer testamento a favor del monasterio. Las monjas aprovecharon de un viaje al Cuzco del padre provincial para dar la profesión a doña Isabel, pues no eran para despreciadas su dote y las esperanzas de la herencia. Cuando regresó a Lima el vicario y se impuso de lo acontecido, castigó a las monjas cortándolas una manga del hábito. Todas las clases sociales se ocuparon con calor de este asunto, hasta que, aplacadas las iras del vicario, perdonó a las religiosas, devolviendo a cada una la manga de que la había despojado.

     Esto influyó para que, puestas las monjas bajo la protección del arzobispo e interesándose por ellas la sociedad limeña, el virrey marqués de Salinas activase la fábrica del actual convento, al que se trasladaron las canonesas.

     Los capítulos para elección de abadesa fueron siempre, hasta la época de la Independencia, muy borrascosos entre las canonesas; y por los años de 1634, siendo arzobispo de Lima el señor don Fernando de Arias Ugarte, la monja Ana María de Frías asesinó con un puñal a otra religiosa. Enviada la causa a Roma, la Congregación de Cardenales condenó a la delincuente a seis años de cárcel en el monasterio, privación de voz activa y pasiva, prohibición de locutorio y ayuno todos los sábados. El vulgo dice que la monja Frías fue emparedada, lo que no es cierto, pues en el Archivo Nacional se encuentra una copia legalizada de la sentencia expedida en Roma.

     Fue éste el primer monasterio que hubo en Lima; pues el de la Concepción, fundado por una cuñada del gobernador Pizarro, y los de la Trinidad, Descalzas y Santa Clara, se erigieron durante los últimos veinticinco años del siglo de la conquista. Los de Santa Catalina, el Prado, Trinitarias y el Carmen fueron establecidos en el siglo XVII, y datan desde el pasado siglo los de Nazarenas, Mercedarias, Santa Rosa y Capuchinas de Jesús María.

     Como sólo las nobles y ricas descendientes de conquistadores podían ser admitidas entre las aristocráticas canonesas de la Encarnación, pronto dispuso este monasterio de crecida renta, aparte de los donativos y protección decidida que le acordaron muchos virreyes.

     Volvamos a Violante de Rivera, cuya toma de hábito y profesión solemne, que para siempre la apartaba del mundo, se realizaron con un año de intervalo en la primitiva casa de las monjas.

     La tristeza dominaba el espíritu de la joven. Su corazón era de aquellos que no saben olvidar lo que amaron.

     Su profunda melancolía y una llavecita de oro que pendiente de una cadenilla de plata llevaba al cuello daban tema a las conversaciones y conjeturas de sus compañeras de claustro. Aunque monjas, no habían dejado de ser mujeres y curiosas y perdían su latín por adivinar tanto el motivo de la pena como el misterio que para ellas debía significar la cadenilla. Cansadas al fin de murmuraciones, bautizaron a Violante con el nombre de La monja de la llave.

     Y así corrió otro año hasta que murió Violante, casi de una manera súbita, víctima de los sufrimientos morales que la devoraban.

     Entonces las monjas desprendieron de su cuello la misteriosa llavecita de oro, que tan intrigadas las había traído, y abrieron con ella una pequeña caja de sándalo que Violante guardaba cuidadosamente en un mueble de su celda.

     La cajita de sándalo encerraba las cartas de amor y el pañuelo ensangrentado del capitán Rui Díaz de Santillana.



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Las querellas de Santo Toribio

Crónica de la época del octavo virrey del Perú

I

     -Señor excelentísimo: un español ha asesinado a otro con marcada alevosía.

     -Que entierren al muerto y que se juzgue al vivo.

     -Juzgado está y sentenciado.

     -Pues que se cumpla la pena, y el que se queme que sople.

     -Ello es, con venia de V. E., que una cosa es quebrar huevos y otra cosa es hacer tortilla.

     -¿Cómo se entiende, señor alcalde? ¿En estos reinos la justicia no va recta por su camino?

     -Perdone V. E.; pero es el caso que el matador se ha llamado a iglesia, y de mí sé decir que no acierto con la manera de proceder.

     -Los templos no se hicieron para seguro de pícaros. ¡Medrados estábamos, por Santiago! Entiéndalo así el Sr. Juan Ortiz de Zárate y proceda en consecuencia sin torcer ni doblegar la vara.

     Tal fue el diálogo que en la sala del despacho de la Real Audiencia de Lima medió una mañana del año 1590 entre el alcalde del crimen D. Juan Ortiz de Zárate y el virrey, recientemente llegado, D. García de Mendoza.

     Retirose el buen alcalde, dando y cavando en las palabras de S. E. e inquiriendo en su caletre un expediente para dejar bien puestos los fueros de la justicia civil sin agravio de las prerrogativas eclesiásticas. Su cabeza era una olla de grillos, y poniendo al fin remate a sus cavilaciones, se resolvió a pasar respetuoso oficio al arzobispo, solicitando su licencia para la extradición del reo.

     La respuesta no se hizo esperar mucho. El prelado, con latines y citas de los santos padres y de los concilios, defendía la inmunidad de la iglesia.

     -Pues ahora veredes, y que todo turbio corra, que la justicia está antes que los cánones y las súmulas -dijo amoscado el alcalde.

     Y con una cohorte de alguaciles se dirigió al templo, extrajo al delincuente y lo aposentó en la cárcel, previniéndole que fuese liando el petate para pasar a mejor vida.

     Figúrese el lector, pues más es para imaginada que para escrita, la sarracina que armaría en el devoto pueblo tan expeditivo procedimiento judicial. Por su parte el arzobispo amenazó a Ortiz de Zárate con excomunión mayor si antes de veinticuatro horas no devolvía el reo a lugar sagrado.

     -Lugar sagrado es la tierra, y cumplo con todos ahorcando al criminal y enterrándolo en sitio bendito -pensó el alcalde, y dio por contestación al oficio arzobispal el cuerpo del reo balanceándose en la horca.

     Al otro día, las iglesias y torres amanecieron cubiertas de paños fúnebres, las campanas tocaron incesantemente plegarias y el santo arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo pronunció contra el alcalde del crímen Juan Ortiz de Zárate la terrorífica excomunión.

     Aquí de los conflictos del excomulgado. Su mujer abandonó el domicilio conyugal, siguiéndola sus hijos y criados, y hasta los alguaciles hicieron renuncia de las varas, para que a sus almas no les tocase en el otro mundo algo de la chamusquina.

     La situación del alcalde se hizo de día en día peor que la de un leproso. Ni un amigo atravesaba el dintel de sus puertas, ni hallaba prójimo que le correspondiera el saludo. Los mercaderes se excusaban de venderle; sus deudores se creían en conciencia obligados a no pagarle, y si en la calle le venía en antojo encender un cigarrillo o beber un vaso de agua, no hallaba alma caritativa que lo amparase con fuego o líquido.

     La cuerda se rompe por lo más delgado. «¿No habría sido justo excomulgar también a S. E.?», pensaba el pobre excomulgado en la soledad de sus noches.

     Aburrido de tanta calamidad, se puso un día de rodillas en la puerta del templo, con la cabeza descubierta, las espaldas desnudas y una soga al cuello. Llegó el arzobispo de gran ceremonial, le dio con una vara de membrillo tres golpes en las espaldas, le pronunció el sermón del caso y la oveja quedó restituida al redil de la cristiandad. Las campanas se echaron a vuelo, hubo fiestas y mantel largo en los conventos, y aquí paz y después gloria.

     Aquel mismo día hizo Ortiz de Zárate renuncia de su empleo, y cuentan que el virrey dijo a sus compañeros de Audiencia:

     -Aceptémosle su dimisión a ese bellaco; pues no servirá nunca por entero ni a Dios ni al diablo.



II

     Antes de proseguir sacando a plaza las querellas entre el santo arzobispo y el Excmo. Sr. D. García Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Cañete y octavo virrey del Perú, parece oportuno hacer una ligera reseña histórica de la época de su gobierno.

     Cuando D. Andrés Hurtado de Mendoza, primer marqués de Cañete, era en 1558 virrey del Perú, su hijo D. García, como gobernante de Chile, se conquistó una gran reputación venciendo a los araucanos, enviando expediciones exploradoras a Magallanes, fundando ciudades de la importancia de Mendoza, y dictando ordenanzas acertadas para el progreso y bienestar de los pueblos que le estaban confiados.

     Cuando falleció el virrey, D. García volvió a España, donde Felipe II le colmó de honores, lo hizo su embajador en Venecia y más tarde lo envió a gobernar en América los mismos pueblos que treinta años antes había mandado su progenitor.

     Hizo D. García su entrada en Lima el 6 de enero de 1590, acompañado de su esposa doña Teresa de Castro y de muchas familias que venían con ellos desde España. La recepción fue de lo más solemne y la ciudad estuvo durante ocho días de gala y regocijo.

     Aconteció en ellos que habiendo ido el arzobispo a visitarlo en palacio, vio bajo el dosel un solo sillón ocupado por D. García. El prelado arrastró otro de los sillones que había en el salón, y colocándolo junto al del virrey le dijo: «Bien sabemos aquí, que todos somos del Consejo de S. M.». Hurtado de Mendoza frunció el entrecejo, y desde este día trató con frialdad cortesana a Toribio de Mogrovejo.

     El país veía en el marqués de Cañete a su salvador; pues destruida por los ingleses la famosa escuadra que Felipe II denominó la Invencible, Elisabeth de Inglaterra lanzaba empresas piráticas contra las colonias españolas. El nuevo virrey organizó en el acto la defensa de la costa y formó una escuadrilla, cuyo mando fue confiado a D. Bertrán de Castro, hermano de la virreina. Los piratas, a las órdenes de Ricardo Hawkins, a quien llaman muchos cronistas Ricardo Aquines, habían hecho un buen botín en Valparaíso y otros puertos y se dirigían al Callao; mas D. Bertrán los sorprendió anclados en Pisco, les ocasionó graves daños, y dándoles caza por varios días, en los que fueron frecuentes los combates, obtuvo al fin que Hawkins se rindiera prisionero, empeñándolo el jefe vencedor palabra de que su vida sería respetada. La Audiencia no quiso acatar el compromiso contraído por el marino español y condenó al pirata a ser ahorcado en la plaza de Lima; mas el de Castro se revistió de energía y apeló al monarca, quien asintió a su deseo y desaprobó el fallo de los oidores.

     En punto a empresas marítimas, protegió mucho D. García la expedición de Álvaro Mendaña a las islas de Salomón; y Mendaña, en gratitud, denominó al primer grupo de islas de que fue descubridor las Marquesas de Mendoza.

     Los apuros del tesoro español tenían que ser salvados por las colonias. Así el virrey tuvo que emplear su energía toda para establecer, cumpliendo con las órdenes del monarca, la alcabala y otros impuestos. Ellos dieron en Quito margen para una sublevación, que el marqués de Cañete logró sofocar, más por su sagacidad que por la fuerza de las armas.

     Refieren de este virrey que, pintando su carácter, solía decir: «Aunque me encolerizo con facilidad, pronto me pasa el enojo; que mi condición es como la de la pólvora, que después de hacer el estrago se convierte en humo».

     Después de seis años y medio de gobierno, en los que dictó ordenanzas favorables a los indios, fundó la villa de Castrovirreina, atendió a la instrucción y a las obras públicas y realizó muchas útiles reformas, regresó D. García a España.

     Las armas de la casa de Mendoza eran escudo de sinople con una banda transversal de gules.



III

     En 1691 y con el tres por ciento de las rentas eclesiásticas, según lo acordado en el concilio de Lima, fundó Santo Toribio el colegio seminario que hoy lleva su nombre; y para establecer el dominio que sus sucesores debían tener sobre el local, mandó colocar su escudo sobre el arco de la puerta.

     El blasón de los Mogrovejo era fondo de gules y un caballo de plata parado delante de una espada, bordura de oro sin adornos.

     Entre los jesuitas de Lima hallábase el padre Hernando de Mendoza, hermano del virrey, que influía poderosamente en el ánimo de D. García. La compañía de Jesús hostilizaba al arzobispo porque éste desechó la pretensión de los padres de ejercer jurisdicción, no sólo sobre la parroquia del Cercado, sino también sobre la de San Lázaro. A esta influencia y a la queja que abrigaba el virrey contra el arzobispo, por haber desatendido su empeño para que alzase la excomunión a Ortiz de Zárate, se habían añadido quisquillas de ceremonial o etiqueta en las fiestas de la catedral.

     El marqués de Cañete vio en la colocación del escudo un agravio al patronato del monarca; y en el acto envió un capitán con soldados y albañiles para romper el heráldico adorno. El pueblo se arremolinó para impedirlo, pero la tropa dejó en breve la calle expedita de bochincheros y el mandato del virrey quedó cumplido.

     La población se dividió en dos bandos: uno por el arzobispo, y éste era el mayor, y otro por el virrey y el monarca. Al fin, y para devolver la tranquilidad a los ánimos inquietos, se recibió en Lima una real cédula de Felipe II, fechada en Madrid el 20 de mayo de 1592, la cual dice en conclusión:

     «Marqués de Cañete, mi visorrey, gobernador y capitán general de esos reinos del Perú... Os mandamos que dejéis el gobierno y administración de dicho colegio seminario a la disposición del arzobispo y también el hacer la nominación de colegiales, conforme a lo dispuesto en el santo concilio de Trento y en el que se celebró en esa ciudad de los reyes el año pasado ochenta y tres. Y asimismo que en las casas de dicho colegio pueda poner sus armas, si quiere, con tal que también se pongan las mías en el más preeminente lugar, en reconocimiento del patronato universal que por derecho y autoridad apostólica me pertenece y tengo en todas las Indias».

     Como se ve, la cédula es conciliadora y puso término sagaz a la querella. Como Luis XI de Francia, Felipe II el fanático acataba mucho a Roma; pero en punto a patronato no le cedía un átomo.

     El escudo del rey se colocó en la puerta del seminario, pero Santo Toribio no quiso poner debajo el emblema arzobispal, conducta que Felipe II no calificó de humilde y que acaso tuvo en cuenta más tarde para humillar al prelado.



IV

     El duque de Sesa, embajador de España en Roma, dio cuenta al rey de que el arzobispo de Lima había pasado un memorial al Padre Santo, consultándolo sobre varios puntos que afectaban al patronato y quejándose de que Felipe II autorizaba a los obispos de América para tomar posesión, salvando algunas formas canónicas, y de que se le negaban recursos para sostener el seminario.

     A la vez, el Consejo de Indias recibía informaciones idénticas, transmitidas por el marqués de Cañete y por los obispos del Tucumán y de Charcas.

     Entonces se expidió la real cédula de 29 de mayo de 1593, que dice:

     «...Enviaréis llamar al arzobispo al acuerdo y en presencia de la Audiencia y sus ministros, le daréis a entender cuán indigna cosa ha sido a su estado y profesión haber escrito a Roma semejantes cosas; pues ni es cierto que los obispos tomen posesión de sus iglesias sin bulas, ni tampoco que mi Consejo de las Indias le impida la visita de sus hospitales y fábrica de su arzobispado, que bien sabe que los hospitales de pueblos de españoles son de mi patronazgo y están exentos de su jurisdicción en lo temporal, pues en lo espiritual le queda la visita libre, como la tiene y ha tenido, sin que en esto, ahora ni en ningún tiempo, se le haya puesto impedimento. Y que también es incierto lo que elijo acerca de que no tenía con qué sustentar el colegio seminario; pues, como es notorio, en el concilio que en esa ciudad se celebró y que fue aprobado por la autoridad apostólica, se le adjulicaron tres por ciento de las rentas eclesiásticas. Y entendido todo esto, le diréis asimismo que si bien fuese justo mandarle llamar a mi corte para que se tratara de ese negocio más de propósito y se hiciera una gran demostración, cual lo pido su exceso, lo he dejado por lo que su iglesia y ovejas pudieran sufrir en tan larga ausencia de su prelado; pero el que debe sentir mucho que su mal proceder haya obligado a satisfacer en Roma, con tanta mengua en su autoridad e nota en la elección que yo hice de su persona; pues se deja entender lo que se podrá decir y juzgar e relación tan incierta, y esto en quien ha recibido de mí tantas mercedes y honra. Y de su respuesta y demostración que hiciere me avisaréis».

     Citado Santo Toribio, compareció ante la Real Audiencia, presidida por el virrey, y oyó de pie la lectura de la tremenda filípica. Terminada ésta, dijo el arzobispo:

     -¡Enojado estaba nuestro rey! ¡Sea por amor de Dios! ¡Satisfacémosle, satisfacémosle, satisfacémosle!

     Tal fue la última querella del arzobispo Toribio de Mogrovejo con el poder civil.



V

     Nos creemos obligados a terminar esta tradición con una breve noticia biográfica del prelado. Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, ciudad del antiguo reino de León en España, y entró en Lima con el carácter de arzobispo el 21 de mayo de 1581. Acompañáronlo su hermana doña Grimanesa y el marido de ésta D. Francisco Quiñones, que fue corregidor y alcalde del cabildo y que, bajo el gobierno del marqués de Salinas, pasó con tropas a Chile para sofocar una insurrección de los araucanos.

     Hizo tres visitas diocesanas y celebró tres concilios provinciales, siendo uno de ellos muy borrascoso por una cuestión que promovió el obispo del Cuzco, D. Sebastián de Lartahun, apoyado por los obispos del Tucumán y Charcas.

     Fundó el monasterio de Santa Clara, y erigió las capillas de las Divorciadas y Copacabana con una casa de asilo para mujeres.

     La caridad de Mogrovejo fue verdaderamente ejemplar. No sólo agotaba sus recursos para socorrer a los necesitados, sino que aun recurría a la fortuna de su hermana. Una ocasión, no teniendo que dar, regaló el candelabro de plata de su dormitorio, quedándose el arzobispo con la bujía en la mano. A doña Grimanesa y a su marido les hacían poca gracia las larguezas del deudo, y por más que lo intentaban, no conseguían nunca atarlo corto.

     Una curiosa anécdota de su ilustrísima. Cierta noche pasaba con un familiar por la puerta del palacio del virrey. El centinela dio la voz de

     -¡Alto! ¿Quién vive?

     -Toribio -contestó el prelado.

     -¿Qué Toribio?

     -El de la esquina.

     Con esta respuesta salió el oficial de mal talante a reconocer al burlón, prometiéndose hacerlo dormir sobre una tarima, del cuerpo de guardia. Pero se encontró con el arzobispo, que conducía en sus hombros un moribundo.

     La aventura se hizo pública al día siguiente, y el virrey D. García llamaba desde entonces al arzobispo Toribio el de la esquina. Sabido es que la casa arzobispal está situada en una esquina que forma ángulo con el palacio de gobierno.

     Murió el arzobispo Mogrovejo en Saña, a la edad de sesenta años, el Jueves Santo 23 de marzo de 1606, habiendo gobernado su iglesia veinticuatro años diez meses.

     Inocente XI lo beatificó en 1679, y fue canonizado por Benedicto XIII en 1727.



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Los malditos

Crónica de la época del noveno virrey del Perú

I

San Pedro-Mama

     Por los años de 1601 existían, a pocas leguas de Lima, dos magníficas villas habitadas por una población indígena, que excedía de doce mil almas, villas que hoy son miserables villorrios, de desmanteladas casucas y poquísimos habitantes. Hallábase la una situada en la margen izquierda del río de Lurín, y la otra más opulenta en ambos lados del río San Pedro, uno de los afluentes del Rimac. Cada una de estas villas distará nueve o diez leguas de la ribera del mar.

     El martes de Pascua de Resurrección de 1601, el cura de San Pedro, que tal era el nombre de una de las villas, resolvió, después de celebrar misa, pasar a Lima en compañía del sacristán, que era un negro esclavo suyo. Cerca de Chosica, recordó el buen párroco que había dejado en la villa su libro de rezos y ordenó al criado que regresase a buscarlo.

     El negro entró en San Pedro y pensó hallarse en una ciudad encantada. Era la una del día, todas las puertas estaban cerradas, y ni un ser viviente se veía en la calle. Pasando por una casa, la única que permanecía abierta, pareciole percibir algún rumor, y apeándose del caballo penetró en ella cautelosamente.

     Guiado por el murmullo, se encontró de pronto en una vasta sala donde se hallaba congregado todo el pueblo, en actitud de profunda veneración. En el centro de la sala alzábase un altar, y sobre él un ídolo representando una cabra. El cuerpo del animal era de plata, los cuernos, los pies y los pezones eran de oro, y los ojos lo formaban dos piedras negras como el ónice. Un indio, vestido con una túnica recamada de oro y plata, hacía las funciones de gran sacerdote, recitaba frases en tono de salmodia, y los adeptos, hombres y mujeres, por orden de antigüedad se acercaban al ídolo, ponían la boca en un pezón, y el gran sacerdote pronunciaba la palabra quichua ¡Hama!

     Repuesto el pobre negro de la impresión terrorífica que le produjo el espectáculo de tan extravagante culto, pensó sólo en escapar del antro donde el azar lo había conducido; pero el miedo lo hizo olvidar toda cautela, y su precipitación para huir dio lugar a que los indios descubriesen que un profano había participado del religioso misterio. Dando grandes alaridos corrieron tras el sacristán; pero éste, que había dejado su caballo a la puerta, saltó sobre él con presteza y, a todo correr, dio en breve alcance al cura en el camino de Pariache.

     Llegados a Lima, el párroco comunicó lo sucedido al virrey marqués de Salinas. Al día siguiente, y con acuerdo de la audiencia y del gobierno eclesiástico, salía el cura para su doctrina con una compañía de lanzas y arcabuces.

     El cura iba autorizado para decir una misa de excomunión; pero se llevó el chasco de no encontrar un solo feligrés que la oyese. La villa estaba desierta, pues los indios habían huido llevándose las alhajas de los templos de San Pedro y San Pablo. Sabido es que los conquistadores tuvieron a gala emplear sus riquezas en los candelabros, píxides y paramentos de las iglesias.

     San Pedro-Mama, como se llama desde entonces a esa villa, tenía un hospital de convalecientes al pie del cerro de la hacienda de Santa Ana. Las ruinas de este edificio están visibles para todo el que viaje por el ferrocarril de la Oroya.

     Desde la desaparición de sus primitivos moradores comenzó la decadencia de la villa, y los terrenos de comunidad y de los naturales han venido a formar las haciendas de La Chosica, Yanacoto, Moyopampa, Chacrasana, Santa Ana, Guachinga, Cupiche y Guayaringa.

     Los adoradores de la cabra se trasladaron a la montaña de Chanchamayo, y sus descendientes formaron uno de los mejores y más feroces cuerpos del ejército indígena que en 1770 siguió la infausta bandera del inca Gabriel Tupac Amaru. Este les había ofrecido la reconquista de San Pedro-Mama, cuna de sus abuelos y que representaba para ellos la suspirada Jerusalén de los judíos.

     Se cree por unos que las alhajas estén enterradas en sótanos de la misma población, y otros sospechan que se hallan en el túnel que servía de camino para la comunicación entre San Pedro y Sisicaya. Finalmente, no falta quienes presumen que hay un tesoro escondido en la cima del cerro de Santa Ana, y cuentan que un desertor, en la época de la guerra de la Independencia, se refugió en las alturas y vio en una cueva ornamentos y, otras prendas de iglesia.

     Los laboriosos y sencillos vecinos que hoy tiene San Pedro-Mama aseguran oír en ciertas noches, después de las doce, hora de duendes, brujas, aparecidos, ladrones y enamorados, el sonido de una campana por el lado donde existió el hospital.

     En materia de idolatría y superstición de los indios, podríamos escribir largo. Sin embargo, no dejaremos en el fondo del tintero que en la provincia de Chachapoyas existió la fuente Cuyana (fuente de los amores) en la cumbre de un cerro escarpado, cuyo acceso era tan difícil que había necesidad de subir a gatas, y aun así se corría peligro de caer y despeñarse. La fuente tenía dos chorros: el agua del uno inspiraba amor por la persona que la daba a beber, y la del otro inspiraba aborrecimiento. Hasta los españoles llegaron a acatar esta superstición; pero en 1610, los jesuitas destruyeron la fuente y extirparon la idolatría de que era objeto. Así lo asegura Torres Saldamando, en sus interesantes Apuntes para la historia de los antiguos jesuitas del Perú.

     Tan popular debió ser la creencia en las virtudes de esa agua, que hoy mismo se dice, cuando una persona cambia la repugnancia en cariño, «¿Si habrás bebido un traguito de la fuente Cuyana?».



II

El virrey marqués de Salinas

     El Excmo. Sr. D. Luis de Velazco entró en Lima, como virrey del Perú, habiéndolo sido antes de México, el 24 de julio de 1596.

     Desde que tomó las riendas del gobierno consagró su actividad a desbaratar el atrevido proyecto de la Holanda, que aspiraba a arrebatarle a España las colonias de América. Simón de Cordes, Olivier de Nott y otros corsarios con muchos buques, poderosa artillería y gente resuelta, habían pasado el estrecho de Magallanes y fundado la orden pirática del León desencadenado.

     El virrey mandó salir del Callao la escuadra, bien débil en verdad, a órdenes de su hermano. El desastre era seguro si los piratas hubieran tenido la fortuna de encontrar la escuadrilla al alcance de sus cañones. Las tormentas hicieron variar de rumbo y dispersaron a los holandeses; y uno de los buques, desmantelado y en trance de zozobrar, arrió bandera y se entregó a las autoridades de Chile. Nuestra escuadra fue también casi deshecha por los temporales, naufragando la capitana y ahogándose en ella D. Juan de Velazco, el hermano del virrey.

     Ignorábase aún esta desgracia, cuando el 18 de febrero de 1601 se turbó el regocijo del Carnaval por sentirse en la costa frecuentes detonaciones, y fue unánime la presunción de que estaba empeñado un combate naval entre las escuadras. En Lima, cuya población, según el censo del año anterior, subía a 14.262 habitantes, hubo plegarias y procesión de penitencia, pidiendo a Dios el triunfo de los realistas. Pocos días después se supo que Arequipa y muchos pueblos habían sido destruidos por la erupción del volcán de Omate o Huaina-Putina.

     A la vez en todo el virreinato los indios hacían un supremo esfuerzo para romper el yugo de los conquistadores. Los araucanos se sublevaban en noviembre de 1599, y daban muerte al gobernador de Chile Oñez de Loyola. Sin la energía del alcalde de Lima D. Francisco Quiñones, casado con la hermana de Santo Toribio, que fue enviado con tropas a Chile, habrían recuperado todo el territorio. En el Norte, los gíbaros siguieron el ejemplo de los araucanos. Ambas tribus se hicieron temer de los españoles, y desde entonces llevan vida independiente y extraña a la civilización.

     En Puno y en los Charcas las autoridades no descansaban en tomar medidas para estorbar la insurrección que amenazaba hacerse general en el país. Esta leyenda comprueba que a las puertas de Lima estaba en pie la protesta contra la usurpadora dominación.

     Fundose en esta época y a inmediaciones del monasterio de Santa Clara la casa de Divorciadas, para recogimiento de mujeres de vida alegre; pero fue tanto lo que alborotaron las monjitas protestando contra la vecindad, que hubo necesidad de complacerlas trasladando el refugio a la que aún se llama calle de las Divorciadas, cerca de la Encarnación.

     Por entonces se recibió la real cédula derogatoria de otra que prohibía la plantación de viñas en américa y mandaba arrasar las existencias. Esta derogatoria se debió a los esfuerzos de un jesuita del convento de Lima.

     Cuentan que un hidalgo, con fama de tahúr incorregible, presentó un memorial solicitando se le acudiese con un empleo de hacienda que había vacado, y que el virrey puso de su mano y letra esta providencia: «No debo arriesgarlo a que juegue la hacienda de su Majestad, como ha jugado la propia. Enmiéndese y proveerase».

     La creación de un fiscal protector de indios en las Audiencias, juiciosos reglamentos sobre salarios, trabajo de indios y de negros, minas, cacicazgos y otros muchos importantes ramos de gobierno, hacen memorable la época de D. Luis de Velazco, a quien Felipe II acordó el título de marqués de Salinas, a la vez que lo trasladaba nuevamente al virreinato de México.



III

Sisicaya

     Después de la desolación de San Pedro-Mama, informados el virrey Velazco y el arzobispo Santo Toribio de que los cuatro mil indios de Sisicaya profesaban la misma idolatría, resolvieron enviar cinco misioneros para que ayudasen al cura en la conquista de almas. Concertados los naturales, sorprendieron una noche al cura y lo mataron a azotes. En seguida degollaron a los misioneros.

     La casa del cura se hallaba situada a la entrada de la plaza; y hoy mismo, a pesar de los siglos que han pasado y de la despreocupación de los espíritus, nadie se atreve a habitarla. Dice el vulgo que es arriesgado pasar de noche por ella, pues por una de sus ventanas suele aparecerse una mano con el puño cerrado, el cual deja caer pesadamente sobre la cabeza del indiscreto transeúnte.

     Cuando al día siguiente se supo que en Lima el martirio del párroco y de los misioneros, mandó el virrey tropa y un sacerdote que pronunciase la excomunión. Como los de San Pedro-Mama, los criminales de Sisicaya habían desaparecido para buscar refugio en las montañas, y sus descendientes, como los de aquéllos, militaron en el ejército de Tupac-Amaru.

     Los de Sisicaya escondieron también las alhajas de la iglesia, entre las que se contaba la campanilla de oro de una tercia de altura, obsequio de Gonzalo Pizarro, y que se usaba tan sólo en la misa de grandes festividades. Júzgase que esa riqueza está enterrada en la quebrada del cerro fronterizo, y aun en nuestros días se han hecho excavaciones para descubrirla.

     A la derecha de la quebrada hay una cueva, y encima de ella se ve, desde tiempo inmemorial, un palo de lúcumo de vara y media de elevación. ¿Será una señal? Excavando y a poca profundidad en rededor del palo se encuentra carbón menudo, llamado generalmente cisco.

     En 1834, año muy lluvioso y en que fueron grandes las crecientes, Manuel Tolentino, que murió en 1863, encontró en la orilla del río canutos de ciriales de fábrica antigua y de excelente plata de chapa.

     Persona respetable ha referido al que esto escribe que en 1809 se presentó en Sisicaya un indio de más de sesenta años y casi ciego, el que narraba muchos pormenores tradicionales que su abuelo, actor de los sucesos de 1601, había transmitido a su padre. La venida del viejo a Sisicaya tenía por fin utilizar señales fijas que le habían dado sus parientes para sacar del cerro un tesoro, y tomaba por punto de partida la puerta del cabildo. Pero su ceguera y años no le permitieron alcanzar el logro de sus propósitos.

     Sisicaya en la época de la excomunión tenía una iglesia matriz y tres capillas, y daba por tributo cinco mil pesos al año. Sus linderos por la parte de arriba eran los mismos que ahora tiene el pueblo, y por la parte de abajo comprendía los terrenos de Chontay y Huancay hasta la toma de la Cieneguilla, hacienda que era propiedad del judío portugués Manuel Bautista, a quien quemó la Inquisición de Lima en 1639.



IV

     En el siglo XVII, siempre que las bachilleras comadres de Lima hablaban de algún indio acusado de crímenes, añadían: «Este cholo ha de ser uno de los malditos».

     Para ellas sólo en Sisicaya y San Pedro-Mama podían haber nacido los malvados, y olvidaban que todo el monte es orégano.

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